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Europa y sus lenguas minoritarias: beneficios recíprocos

English teacher Laura Thomas, who is a British citizen,  writes on a blackboard as she conducts a lesson in the town of Lesosibirsk, north of the Russian Siberian city of Krasnoyarsk, April 24, 2015. Thomas, 25, a graduate of the University of Cambridge, developed an interest in the Russian language and culture as a teenager, and left her native town of Congleton, Cheshire in Britain for Lesosibirsk seven months ago to educate Russian trainee teachers in the English language at a local educational institute, a branch of the Siberian Federal University. Thomas has since experienced her first severe Siberian winter and has already made new acquaintances among the local residents. She plans to live and work in the region for at least several years to come.  REUTERS/Ilya Naymushin - RTX1A4KE

Image: REUTERS/Ilya Naymushin

Pablo Díez
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European Union

La Unión Europea es un verdadero mosaico de lenguas. De entre ellas, 21 gozan de estatus oficial, pero existe también un número elevado e impreciso de idiomas regionales y minoritarios (hablados por unos 40 millones de ciudadanos) que carecen de ese reconocimiento.

Sin embargo, la ausencia de oficialidad no es el único criterio que caracteriza a una lengua minoritaria. La definición aceptada en Europa tiene una doble dimensión: por un lado, se refiere a las lenguas comúnmente utilizadas por comunidades específicas más pequeñas que el principal grupo nacional en un determinado Estado; por otro, a aquellos idiomas no reconocidos como oficiales.

Una fecha importante para la protección de la diversidad lingüística es 1992, año en el que el Consejo de Europa, una institución que abarca a todo el continente, adoptó una Carta destinada a mantener el pulso vital de las lenguas minoritarias. El documento brinda garantías legales a aquellos idiomas de uso no principal o confinado a una región concreta que han existido tradicionalmente –excluyendo así aquéllos que comienzan a usarse como resultado de la llegada reciente de inmigrantes–. La Carta beneficia a decenas de lenguas en toda Europa, contribuyendo a su difusión, a la promoción de su uso público y privado y a su inserción en el sistema educativo frente a toda forma de prohibición o medida restrictiva por parte de las autoridades del Estado en cuestión.

La protección supranacional no es una cuestión superflua, puesto que las inercias domésticas no bastan, en la mayor parte de los casos, para mantener este patrimonio lingüístico a flote. Si bien algunas lenguas minoritarias gozan de gran preeminencia en sus respectivos territorios, la nota dominante es su vulnerabilidad. La práctica totalidad de las lenguas minoritarias ve su supervivencia amenazada y sus posibilidades de desarrollo futuro drásticamente restringidas, bien por su propia naturaleza marginal y declinante, o bien por sufrir discriminación a cargo de las autoridades que deberían velar por protegerlas.

Debilidades naturales y artificiales

Mapa de las lenguas de Europa por cortesía de Jakub Marian

Un ejemplo interesante de vulnerabilidad lo ofrecen las lenguas sami, cuyos hablantes se reparten por regiones remotas de Finlandia, Suecia, Noruega y una zona concreta de Rusia. Lo que amenaza a estas lenguas en la actualidad es su escaso peso cuantitativo (la usan unas 30.000 personas) y su confinamiento geográfico a las zonas menos pobladas y económicamente desarrolladas de sus respectivos territorios nacionales. A lo que sin duda han contribuido largos decenios de discriminación o negligencia por parte de las autoridades. Sin embargo, las administraciones nacionales llevan ya años tratando de salvar el sami. Finlandia reconoce tres variaciones en su territorio, que constituyen además lenguas oficiales en algunos municipios. En Noruega, la protección del sami tiene rango constitucional desde 1988, mientras que en Suecia es una de las cinco lenguas minoritarias bendecidas con el estatus de oficialidad.

Otra lengua que presenta circunstancias “naturales” precarias es el yiddish, propio de la rama judía asquenazí. Se desconoce el número exacto de sus hablantes en Europa, pero se trata de un idioma que, por estar confinado a un segmento dentro de un grupo religioso concreto –en ocasiones encerrado en sí mismo–, podría haber caído fácilmente en la desatención por parte de autoridades nacionales alejadas del acervo cultural, lingüístico y confesional de su comunidad de hablantes. Sin embargo, diversas decisiones lo mantienen con vida, ya que cinco países europeos (Holanda, Suecia, Rumanía, Polonia y Bosnia y Herzegovina) reconocen el yiddish entre sus lenguas minoritarias; Ucrania también lo ha hecho, pero refiriéndose a él más vagamente como una lengua propia de la minoría judía, sin usar explícitamente el término “yiddish”.

Un caso muy distinto de vulnerabilidad es el del romaní, el idioma propio de buena parte del pueblo gitano en toda Europa, que cuenta al menos con cuatro millones de hablantes (probablemente sean muchos más). Esta fortaleza ‘natural’ no va acompañada de un apoyo institucional y gubernamental a la altura de las circunstancias, lo que convierte al romaní en la más grande de las lenguas amenazadas de Europa. Si bien quince Estados lo reconocen oficialmente, el constante menoscabo del romaní va asociado a la discriminación general que sufre la comunidad que lo utiliza. A su vez, la falta de unidad e inabarcable heterogeneidad de esta lengua hacen aún más difícil su conservación.

Podrían estudiarse muchos casos más, ya que, según la UNESCO, unas 90 lenguas europeas están en peligro. Además, perviven actitudes nacionales en las que pasado, presente y futuro parecen tocarse. Es el caso de la Ordenanza de Villers-Cotterêts (el texto más legislativo que se conserva en Francia), que instituyó en el siglo XVI la primacía absoluta de la lengua francesa y prácticamente enterró en vida al occitano y al bretón. Las normas de la Ordenanza referidas al idioma no han sido abolidas, y Francia continúa distinguiéndose, aún en nuestros días, como uno de los Estados europeos que más privilegian la lengua común como elemento de unidad nacional frente a las regionales. No en vano, hace tres años los eurodiputados conservadores galos se negaron a respaldar una resolución del Parlamento Europeo para la protección de la diversidad lingüística, con el pretexto de que chocaba con la sacralización constitucional del francés. El texto, a pesar de esa incidencia, se aprobó con más del 90% de los votos, por lo que el espíritu de Villers-Cotterêts no descarriló los planes de la Eurocámara.

Beneficios recíprocos

Prácticamente, en cualquier lugar de Europa pueden encontrarse comunidades lingüísticas minoritarias que han sido o son maltratadas, a pesar de los esfuerzos supranacionales. La UE protege la diversidad lingüística con rango de ley, pues tanto el artículo 22 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea como el artículo tercero del Tratado sobre el Funcionamiento de la Unión obligan a respetar su riqueza lingüística. A su vez, la Comisión Europea financia organizaciones y proyectos que trabajan para promover las lenguas minoritarias.

Más allá de su valor cultural e histórico, estos idiomas pueden jugar un papel positivo en el futuro de la Unión Europea. Si bien muchos adalides de la eficiencia claman por una simplificación de los procedimientos lingüísticos comunitarios –es decir, por reducir el número de idiomas aceptados en el trabajo diario de la UE, fortaleciendo aún más las lenguas principales y el inglés como lingua franca–,otros observadores advierten de que ello no sólo llevaría a una progresiva marginalización de otras lenguas, sino que también penalizaría a las clases sociales más humildes, que son las que menos oportunidades tienen de dominar el inglés u otros idiomas extranjeros. Esto podría recrudecer los sentimientos antieuropeístas de grandes grupos de población en un momento en que la UE es rehén de convulsiones xenófobas. La empatía con las lenguas minoritarias es, por ello, una herramienta cohesiva para que la Unión se acerque a sus pueblos y los haga partícipes del proyecto común.

Las políticas supranacionales, tanto las del Consejo de Europa como las de la UE, son hoy por hoy la mejor garantía de la preservación de las lenguas minoritarias. Las autoridades nacionales son a veces permisivas y favorecen la convivencia de idiomas de menor alcance junto al principal, pero en muchos otros casos pueden ser presa de animadversiones étnico-culturales. Por el contrario, las instituciones supranacionales son, comparativamente, un juez más sobrio e imparcial, y por ello más dispuesto a proteger el complejísimo patrimonio lingüístico europeo por encima de toda pasión animosa en el interior de sus Estados miembros.

¿Un antídoto contra la balcanización y la xenofobia?

Para comprobar hasta qué punto es importante la participación de la UE en la protección de las lenguas minoritarias, basta ver la preocupación que ha suscitado el futuro Brexit entre los hablantes de idiomas como el gaélico, el galés, el escocés o el córnico. Los defensores de estas lenguas minoritarias creen que la eventual salida de Reino Unido de la Unión Europea les privará de buena parte de los fondos que aún reciben para mantenerse vivas en mitad del todopoderoso dominio del inglés. Es posible, no obstante, que sus temores sean excesivos, ya que Londres ha ratificado la Carta del Consejo de Europa, por lo que al menos seguirá atado a ese compromiso internacional por la preservación de sus lenguas minoritarias incluso cuando abandone el barco comunitario.

Independientemente de ésta u otras especulaciones, la contribución de las lenguas minoritarias al futuro de Europa y de sus Estados miembros siempre presentará interrogantes. Como norma general, la protección de estos idiomas puede calmar agravios centrífugos y periféricos, impidiendo así procesos de balcanización, pero también es posible que, en algunos casos pueda contribuir a acelerarlos. Cada idioma requiere un análisis propio, pero sólo una Unión que defienda las lenguas de todos sus pueblos puede granjearse el afecto que hoy le falta.

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