Educación en Corea del Sur: el precio de la competitividad

A student walks in the Yonsei University in Seoul, South Korea, August 2, 2016.  REUTERS/Kim Hong-Ji/File Photo - RTX2NQ6H

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Víctor Rico Reche
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Corea del Sur es unos de los países arquetipo del desarrollo económico y social durante las últimas décadas. A su incomparable crecimiento económico y a su envidiable posicionamiento a la vanguardia tecnológica hay que añadirle su liderazgo en el ámbito educativo, pivote central de su sistema. Sin embargo, el modelo coreano de desarrollo es también un ejemplo de las posibles consecuencias sociales de una competitividad llevada al extremo desde las etapas más tempranas de la vida.

El milagro económico

A mediados del siglo XX y como consecuencia de la devastación producida por la invasión japonesa y la Guerra de Corea, Corea del Sur era uno de los países más pobres del mundo, con un PIB per cápita por debajo incluso de su vecina del norte. Sin embargo, el panorama cambiaría durante el último cuarto del siglo XX, cuando el país asiático experimentó una transformación económica sin precedentes.

South Korea GDP (PPP) evolution from 1911 to 2008 in millions of 1990 International dollars. Source: Angus Maddison

De una economía basada fundamentalmente en la agricultura, donde el 45’7% de la población activa se dedicaba a dicho sector, se pasaría a un país cuyo factor diferencial sería el sector tecnológico, siguiendo el exitoso ejemplo de Japón. El resultado es que en poco más de dos décadas la agricultura pasaría a representar sólo un 11’6% de la población activa, porcentaje que continuaría bajando hasta el 3% actual. Una evolución que parecía seguir una lógica clara: Un país superpoblado como Corea, con pocos recursos naturales, en guerra técnica con Corea del Norte y rodeado por dos gigantes económicos como China y Japón, sólo podría sobrevivir si centraba su crecimiento en sectores de alto valor añadido, lo que requería mano de obra con un perfil muy cualificado.

Un argumento que su sociedad parece tener muy claro. Las condiciones que propiciaron la transformación económica y social son probablemente muchas. La cohesión interna fruto de la permanente amenaza exterior, o elementos propios de las sociedades confucianas como el respeto a la autoridad, la prioridad del interés colectivo frente al individual, o la cultura del esfuerzo, se antojan condicionantes decisivos. Sin embargo, todas ellas pueden resumirse en el convencimiento general de que la sociedad no tenía otra salida que el sacrificio, individual y colectivo. Un sacrificio que en Corea se aprehende (con “h”) desde bien pequeño.

La batalla de la educación

Durante milenios, en algunas partes de Asia una serie de complejos exámenes de conocimiento eran el escalón que permitía a algunos afortunados convertirse en funcionarios del Estado, asegurándose un trabajo estable y una posición privilegiada en la sociedad. La educación y el sacrificio individual eran por tanto atributos muy valorados socialmente y condición necesaria para asegurar un lugar respetable a la familia.

Pese al paso del tiempo, en los países donde los valores del confucianismo siguen presentes, las cosas no han cambiado demasiado en ese sentido. El suneung, el examen de acceso a la universidad en Corea, se convierte cada año para muchos jóvenes y sus familias en el escalón que marcará definitivamente su futuro. Entrar en una de las llamadas universidades “SKY” (Seoul National University, Korea University o Yonsei University) prácticamente garantiza el acceso a uno de los chaebol (conglomerados empresariales familiares como Samsung, LG, Hyundai o Lotte) que no sólo monopolizan la economía en Corea, sino que además proporcionan los trabajos mejor pagados y reputados. Por el contrario, fallar en esta prueba puede significar perder toda posibilidad de un futuro trabajo “digno” y en algunos casos incluso de una pareja y familia “acorde” a dicho estatus.

Quizá sólo en este contexto se entiendan las interminables jornadas de estudio, tanto en la escuela como con tutores fuera de ella en los llamados hagwons. Para ilustrarlo, el ejemplo del que podría ser el horario de cualquier adolescente surcoreano. El día normal de un estudiante de instituto en Corea empieza con la “clase 0”, 50 minutos de auto-estudio en el aula a las 8 de la mañana, antes de empezar la jornada lectiva oficial. Entre las 9 y las 17:30 transcurren las clases, con 1 hora y media de descanso para comer. A las 17:30 terminan las clases oficiales, tiempo que el estudiante aprovecha para cenar y descansar algo, pues a las 19:00 horas debe regresar al aula para continuar con el auto-estudio durante 2 horas o más. Pero la cosa no acaba ahí, los mejores estudiantes son a veces “premiados” con salas privadas donde extender la jornada de estudio incluso más allá. Otros acuden a los populares hagwon, academias privadas por las que los estudiantes compiten y donde las familias invierten una parte importante de sus ahorros. “Durante sólo 3 años, piensa que estás muerto y no hagas nada más que estudiar” es la frase que padres y profesores repiten convencidos a los sufridos estudiantes para justificar el inevitable calvario.

Esta etapa del estudiante es quizá la que muestre de forma más clara la mentalidad competitiva de una sociedad en la que la posición que se ocupe dentro de ella es absolutamente determinante. En la familia, en la escuela o en el trabajo hay marcadas jerarquías que otorgan derechos y obligaciones, y el currículum académico es uno de los pocos escenarios en los que todos tienen la posibilidad de medirse y clasificarse de acuerdo a unos datos objetivos, sujetos exclusivamente al esfuerzo individual.

El precio de la competitividad

Este esfuerzo y sacrificio cultivado desde la cuna, unido a la importancia dada a la educación y a la competitividad, tienen resultados que saltan a la vista. Corea del Sur se mantiene merecidamente desde hace años en los puestos de cabeza de todos los rankings educativos. Algunas de sus empresas lideran también el competitivo sector de la tecnología, y la economía en su conjunto conserva la nada desdeñable 13a posición para un país con tan escasos recursos naturales y tan inestable vecindad. Estos son los evidentes y envidiados frutos, pero no los únicos.

Al igual que sucede con los rankings educativos, Corea encabeza desde hace años la lista que clasifica a los países OCDE según su porcentaje de suicidios. Se trata además ésta de la primera causa de muerte en edades comprendidas entre los 10 y los 39 años, según datos de Stadistics Korea de 2014, y los inadecuados resultados académicos parecen además ser los causantes de gran parte de estos casos (el 53% de los jóvenes con ideas suicidas confesaron éste como el principal motivo). Además, los estudiantes coreanos son también los que reconocen un mayor estrés debido a su educación.

Más allá de los jóvenes, la insatisfacción, el estrés y la infelicidad parecen ser rasgos comunes en el conjunto de la sociedad y tiene reflejo en otros indicadores. Los coreanos ocupan el puesto número 58 en el ranking de felicidad (World Happiness Report 2016), el puesto 29 de 36 en “Satisfacción ante la vida” (OECD Better Life Index 2016) o la primera posición mundial en cantidad de licor consumido diariamente por persona doblando a la segunda, Rusia (datos de Euromonitor).

A tenor de lo expuesto anteriormente, Corea del Sur parece haber superado con creces los objetivos en términos de competitividad y crecimiento económico. Sin embargo, el alto precio pagado para conseguirlos debería hacernos reflexionar a todos, no sólo a los coreanos, sobre la necesidad de poner en valor la calidad de vida como legítimo objetivo al que aspirar. Quizá si así lo hiciéramos, empezaríamos a dar más importancia a lo intangible, a entender la educación y la competitividad de otra forma, y a valorar mejor a sociedades quizá no tan productivas en los económico, pero seguro más saludables en lo emocional.

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