Equity, Diversity and Inclusion

El feminismo indígena colombiano

Arhuaco Indian Ati Quigua, a local lawmaker of Bogota DC, attends a ceremony in Los Tunjos lagoon in Sumapaz's National Park April 3, 2009. Arhuacos Indians of the Sierra Nevada de Santa Marta practiced ceremony in the lagoon that is considered the most important source of water in the country. The Mamo, a spiritual leader, accompanied by six Indians, staged an ancient ritual to convince the government to preserve water in this area of the country, which was controlled by leftist FARC rebels two years ago before the army retook the area. Picture taken on April 3, 2009.

Image: REUTERS/Jose Miguel Gomez

Rafael Caro Suárez
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Una ola de dos metros golpea contra la arena ocre de la playa que bordea la costa de Katanzama —uno de los resguardos del pueblo arhuaco, en el departamento colombiano de Magdalena— y, en ese vaivén estrepitoso, quedaron al descubierto cardúmenes de pequeños cangrejos que corrieron a esconderse entre la espuma marina. A dos metros, sentada en un tronco, Alcira Villafaña observa el espectáculo, mientras analiza cómo los movimientos cíclicos de las aguas caribeñas se asemejan al orden natural del cosmos: “Todo lo que va, algún día vuelve, porque el universo se encarga de regresarlo a la posición que le corresponde”, afirma con su voz serena y silenciosa, casi como si hablara consigo misma.

Hace siglos sus ancestros habitaron ese territorio, antes de ser desterrados a sangre y fuego durante la conquista hispánica. Producto de ese desplazamiento histórico, los arhuacos se asentaron en las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta —el centro del universo arhuaco— y, paulatinamente, con la llegada de colonos en las épocas colonial y republicana, se vieron obligados a habitar las cumbres, donde el clima glacial los resguardó de los embates de la civilización occidental. Allí establecieron sus caseríos, a los que solo se podía llegar emprendiendo travesías titánicas de varias horas, o de días enteros a lomo de mula. Igual que hoy.

Cuando evoca a don Adalberto Villafaña —su padre—, la mirada de Alcira se torna brillante y acuosa. Hace 21 años, antes de morir, le volvió a repetir la misma enseñanza que le recalcó desde su más tierna edad: “Las mujeres deben ser respetadas y valoradas”, le decía, y hasta el final de sus días le hizo prometer a ella que se convertiría en líder del pueblo arhuaco. Si don Adalberto viviera, estaría orgulloso de su hija porque, además de ser reconocida por su liderazgo, se destaca en un mundo de patriarcas.

“No es fácil ser mujer, líder, indígena y, además, madre cabeza de hogar: tengo tres hijos. Se requiere tener dignidad y fortaleza para sobresalir en un mundo de hombres como el de mi pueblo. Los hermanos blancos (las personas que no son indígenas) piensan que en las comunidades indígenas los hombres son los únicos que ostentan el poder”, replica. No obstante, esto es una verdad a medias, pues muchas mujeres arhuaco optan por dedicarse en exclusiva al cuidado del esposo y los hijos.

No al machismo

En el hogar de Alcira nunca hubo actos de discriminación de género: tanto sus cuatro hermanos varones, como ella —la única hija—, debían ayudar en las labores domésticas; también tenían voz y voto a la hora de tomar decisiones en el seno familiar. Entre los recuerdos más entrañables que atesora en el cajón de su memoria, están las reuniones a las que su padre la llevaba en Bunkwimake, aldea enclavada en las cumbres de la Sierra Nevada. Allí, todos los mamos —caciques o líderes indígenas— se congregaban para tratar diversos asuntos mientras ella, sentada a la diestra de su padre, escuchaba los detalles de aquellos asuntos relacionados con el devenir arhuaco.

Tenía 16 años cuando comenzó a demostrar sus cualidades de líder, en un ritual de pagamento Iku (arhuaco) en el que los caciques departían al interior del bohío central, mientras mujeres y niños esperaban afuera. A Alcira no le gustó aquello, y más bien le pareció un acto discriminatorio. “¿Para qué estaba estudiando si tenía que aceptar que los hombres decidieran todo por nosotras?”, se preguntó. Entonces invitó a las mujeres a entrar para ocupar el espacio que les correspondía, pero como nadie se animó, ella se puso de pie y, decidida, ingresó a la choza para sentarse junto a los varones que la observaron estupefactos y en silencio, sorprendidos por su ímpetu.

Desde entonces, las mujeres del clan la vieron como una líder a quien debían imitar, y sus ideas se empezaron a valorar en la comunidad. “No se trata de ganarse el respeto a las malas, ni a los gritos: es tener la capacidad de regir en nuestras propias vidas, ser la autoridad de nuestros destinos”, afirma, y agrega que eso le inculca ahora a sus hijas Helena del Mar (21 años) y Heidi (14), mientras que a su hijo, Héctor Nahum (11), le recalca: “¿Quién te dijo que por ser niño no puedes ayudar con el aseo del hogar?”.

Está convencida de que las madres que no inculquen los valores de igualdad y respeto a sus hijos varones forjarán a los futuros machistas de la sociedad. Alcira no tolera ninguna manifestación de sexismo o violencia física y/o verbal dentro de su comunidad, porque “nada justifica una agresión, sino lo contrario: se perpetúan los abusos”. Más que contrincante del género masculino, se reconoce como defensora de las mujeres. “Jamás podremos construir una sociedad equitativa mientras haya discriminación”, advierte.

En esa búsqueda, realizó diplomados en Políticas Públicas y Derechos de la Mujer en la universidad de Los Andes, y en la Distrital, y se acerca a las mujeres de su comunidad que identifica como víctimas de violencia de género. Tal es el caso de una indígena en Katanzama que, tras 12 años de matrimonio con un labriego de la región, sufrió agresiones. Le pidió ayuda a Alcira, quien evidenció en su rostro y cuerpo señales de barbarie y le exclamó que, si no se valoraba a sí misma, nadie más lo haría: debía decidir si finalizar o continuar con esa relación tóxica.

La tranquilidad no tiene precio, y Alcira lo sabe: hace nueve años se divorció de Héctor, el padre de sus hijos —nacido en Santa Marta, pero de familia santandereana, región con fama de machista— que, aunque nunca la golpeó, la reprimió en numerosas oportunidades por sus ausencias al estar dedicada a la misión social. “Me quería confinar a las actividades domésticas. Pero no me veo enclaustrada en una cocina”, asegura.

Labor social

Alcira dirige una ONG llamada Niwisaku que contribuye a la resolución de las problemáticas del pueblo arhuaco y, en menor medida, de otras etnias como los kogui y los wiwa. Ante las apremiantes necesidades que tienen las personas indígenas en materia de acceso a la salud, alimentación y educación, ella gestiona recursos para la ejecución de obras que mitiguen esas carencias. “Pueden ser donaciones en dinero, en especie o en mano de obra”, aclara.

De baja estatura, piel cetrina, cara angulosa y ojos negros, cuando habla observa imperturbable a su interlocutor, como si le escudriñara los pensamientos más profundos. Alcira ha tocado las puertas de los despachos de autoridades políticas y empresariales del país, quienes le han tendido la mano en su afán por ayudar a los indígenas. Así, por ejemplo, recibieron la visita de Vamos Colombia, campaña de la Andi (Asociación Nacional de Empresarios de Colombia), Usaid (Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional) y Acdi/Voca (Programa de alianzas para la reconciliación), donde 300 personas de diversas compañías aportaron su fuerza de trabajo para mejorar las condiciones del resguardo en Katanzama: equipamiento de cocina, arreglo de baños escolares, montaje y dotación de biblioteca escolar, mantenimiento de las vías de acceso, diseño del centro de pensamiento arhuaco, construcción de la huerta, talleres de manejo de residuos y cursos de alfabetización digital.

Uno de los proyectos es Duni, a través del cual se inauguró un centro de salud en Bunkwimake, con la adecuación de su planta física y la instalación de paneles solares para el funcionamiento de los equipos médicos y odontológicos. Para garantizar la visita de profesionales de la sanidad, organizan jornadas con especialistas de pediatría, odontología y enfermería, quienes donan su trabajo. “En el futuro tendremos nuestras y nuestros propios doctores, gracias a la formación de jóvenes de la comunidad que estudiaron gratuitamente carreras en diversas áreas de la salud, con el compromiso de regresar a trabajar por la comunidad”, indica.

Diarreas, enfermedades respiratorias, muertes neonatales y alteraciones de los fetos son algunas de las problemáticas de salud más recurrentes entre la población arhuaca. Todo eso lo ha visto Alcira, en su papel de promotora de salud, en decenas de poblados de la sierra que ha visitado para enseñar a padres de familia, niñas, niños y jóvenes que estas afecciones se pueden prevenir con buenos hábitos de higiene. También ha llegado a instituciones etnoeducativas de la región para adelantar campañas de aseo.

Es sábado por la noche, y la penumbra se apodera de Katanzama. En la plaza central, a un costado del enorme árbol moro que conquista un terreno bordeado por decenas de cultivos de plátano, malanga, papaya y coca, los indígenas preparan un pagamento de sanación espiritual. El mamo Camilo Izquierdo, y Danilo Villafaña, hermano de Alcira —más conocido como El embajador del pueblo Arhuaco, por representar a la comunidad en el extranjero­—, encienden una fogata para conjurar las malas energías y los pensamientos insidiosos. Un grupo musical con flautas de millo y tamboras ameniza la velada que, en medio de danzas y cánticos ininteligibles, le sube la temperatura a la gélida noche. Mientras bebe infusión de coca, Alcira explica que la misión de su tribu será siempre preservar la Sierra Nevada de Santa Marta. Les dice a los presentes que el mejor legado que se puede dejar a las hijas e hijos no es el oro ni el petróleo, sino los mares y ríos, y el poder infinito que se refugia en la espesura de esas montañas. “Son tesoros de la madre Tierra que no vamos a cambiar ni por todo el dinero del mundo”, asegura, y se sienta a un costado de la fogata a observar a los jóvenes del clan que a esa hora siguen bailando y entonando sus cantos.

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