El símbolo como comunicación

Javier Ongay
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Más de uno la recordará, algunos con añoranza. Fue una serie de TVE, emitida allá por 1977, titulada “Las reglas de juego”, cuyo protagonista, en el sentido más integral del término, era José Antonio Jáuregui.

Paisano, antropólogo, profesor en Orford y en la Universidad del Sur de California, entre otras; impulsor de la Universidad Pública de Navarra y de la Universidad Camilo José Cela, José Antonio Jáuregui diseccionaba en aquella serie la forma en la que los humanos nos organizamos en sociedad a partir de un sentimiento tribal que se hace presente alrededor de “tótems” o símbolos. La bandera, el idioma, la cultura que sentimos como propia en todas sus expresiones, etc. Son ejemplos de estas referencias totémicas. Buena muestra de su teoría fue el mismo título de su tesis doctoral en Oxford: “El valor simbólico del toro en España”.

La importancia de tal constatación estriba en su influencia en nuestro comportamiento. José A. Jáuregui sostuvo que la motivación que nos conduce a un determinado comportamiento se apoya no solo en una cierta programación biológica sino también en una suerte de “software” biosocial que incorporamos. El símbolo, en tanto que vehículo de comunicación de ideas y emociones, es capaz en consecuencia de aglutinar y provocar reacciones uniformes, masivas y unívocas de esta sociedad nuestra que sigue, en sus propias palabras, respondiendo al carácter de “tribu” con el que nació.

Francia: el símbolo como discurso

Estas semanas estamos conmocionados por los atentados sufridos en Francia, como antes lo estuvimos, por el mismo motivo, en España, en Estados Unidos y en otros países. La eliminación del otro por el hecho de ser “diferente” curiosamente alimenta con mayor fuerza si cabe la exhibición de los rasgos de identidad propios que nos hacen precisamente distintos y únicos.

Francia ha respondido a estos ataques echando mano de los mensajes implícitos en sus símbolos. La imagen de la Asamblea francesa, con sus miembros de pie, sin distinción de ideología ni partidos, cantando la Marsellesa es muestra de que el “tótem-himno” encierra un poder de comunicación bastante mayor y más efectivo, en cuanto a su alcance se refiere, que cientos de palabras presentes en un comunicado oficial. Los colores de la bandera francesa proyectados en monumentos y edificios por todo el mundo, igual que los hashtags surgidos en Twitter con este motivo, encierran mensajes no por simples en su forma menos complejos en su contenido. Es la identidad de una nación, su proyecto y forma de vida, su historia, sus valores, su compromiso, su dolor… resumidos en un símbolo (letras, colores, sonidos).

Generalmente la utilidad del símbolo como recurso de comunicación va en relación directa con la complejidad del discurso a transmitir y de la argumentación que en buena lógica debería contener.

Continuando con el ejemplo al que nos lleva la actualidad, la respuesta a los atentados en Francia exigiría una evaluación sesuda de las causas, los procedimientos, las consecuencias a corto y largo plazo…, y no digamos la explicación siempre “inexplicable” de la muerte violenta provocada por el fanatismo. Hay un discurso posible que seguramente valdrá para los libros de historia futuros pero que ahora es de muy poca utilidad comunicativa. Por el contrario, la comunicación ahora se apoya en la simplicidad, el gesto, el símbolo, el tótem. Y funciona. Ahí están los resultados. La simple percepción de unos colores o unos sonidos contienen ahora toda la carga informativa que los franceses necesitan y provocan idénticos resultados que cuantos ensayos y tesis pudieran escribirse.

Comunicación simbólica, alcance y requisitos

El símbolo como pieza fundamental de la comunicación, sea en el ámbito social al que nos hemos referido, como en el personal o empresarial, debe contar, en mi opinión, con ciertas características para hacerlo útil.

Ante todo es obvio que debe ser simple en la forma y de fácil interpretación por el receptor. El músico de una orquesta sinfónica necesita años de estudio, horas de ensayo y un esfuerzo ímprobo de concentración para interpretar adecuadamente y responder a los gestos de su Director durante un concierto. Todo lo contrario que lo que le exige entender el aplauso del público con el que termina el concierto. La misma parte del cuerpo, los brazos, para emitir mensajes distintos con exigencias diferentes. El movimiento de la batuta no hace sino transmitir el contenido puramente matemático de la partitura, pasada por el tamiz de la lectura que de ella hace el director, mientras que el aplauso llega directo de emisor a receptor y se entiende a la perfección sin más requisitos.

El símbolo ha de tener fuerza difusora. En términos de comunicación social el valor totémico del símbolo está también en su capacidad para alcanzar a la masa. Cuanto más abundante y coincidente sea la traducción al mensaje que encierra el símbolo más valor tiene éste como soporte de comunicación. Debe alcanzar y, además, debe contar con una interpretación compartida y unívoca. Para entendernos, hoy la bandera francesa responde a esta exigencia mientras que la española, no.

Y, entre otros, entiendo que el símbolo ha de ser sobre todo emocional. Ahí radica su efectividad. Prueba de ello es el éxito de los “emoticonos”, iconos emocionales, con los que componemos ya mensajes complejos. Existe ya, por ejemplo, un teclado físico exclusivo para emoticonos que quiere facilitarnos la labor de “redacción” de esta nueva forma de comunicación.

Claro que también hay riesgos. En entorno de receptor puede condicionar la interpretación del símbolo. El llamado “ruido” en otros ámbitos de la comunicación se da igual en éste como elemento de distorsión. Un aplauso puede también encerrar una gran carga de ironía y hasta de reproche en función del escenario y los interlocutores. La Marsellesa es reflejo del orgullo de un país o prueba de su desafío ante el contrario. La intencionalidad del emisor condiciona, como en todo cuanto usamos para comunicarnos, la efectividad del proceso.

Y por último, el símbolo tiene en su propia definición sus carencias. Su necesaria simplicidad elimina la posibilidad de incorporarle matices. Y esto en comunicación sabemos que es, a veces, fundamental. Pensemos en la imagen de un apretón de manos entre el director de una empresa y el representante de los sindicatos tras firmar el nuevo convenio. Hay un mensaje de acuerdo, de cierta tranquilidad para el futuro, de entendimiento…, pero esa imagen, como símbolo, es incapaz de trasmitir todo lo que encierra el camino hasta hacerla posible. Allí donde el símbolo es tan potente para comunicar se esconde su mayor debilidad.

El símbolo en la comunicación empresarial

Si observamos esta vertiente de la comunicación a través del cristal de la empresa y la marca encontramos abundantes ejemplos del poder del símbolo para la creación no sólo de una imagen sino de toda una “filosofía empresarial” que es comprada por un amplio mercado. El resultado es el que consiguen algunas organizaciones privilegiadas que, en vez de hablar de clientes, pueden hablar de fieles, y más aún, de apóstoles.

A este respecto, recientemente se ha estrenado la película “Steve Jobs, the man in the machine”. Es una exposición de la forma de pensar y dirigir de Steve Jobs tal y como se proyectó a su principal creación, Appel, pero resaltando algunos interrogantes tanto de su vida personal como profesional, una vez superados los obituarios laudatorios generalizados tras su muerte. Las críticas al filme oscilan entre los extremos, lo que certifica, seguramente, su cercanía a la verdad.

El que fue Director de Ingeniería de Macintosh dice que, tras su muerte, Steve Jobs se percibió como una mezcla de James Dean, Diana de Gales y John Lennon. El símbolo de empresario creativo, innovador y de éxito estaba creado. Lo mismo ocurre si nos sumergimos en los productos de la manzana, esos que adoramos sin saber muy por qué. Quizá porque nos conectan, aunque también nos aíslan; o nos ofrecen libertad pero “solo en un jardín cerrado” (ios es un sistema tan perfecto como claustrofóbico). Y junto a ello, los claroscuros de su producción en China, de ciertas prácticas financieras dudosas, del desprecio a sus más próximos, de una paternidad que tardó demasiado en reconocer, de… tantas miserias inherentes al ser humano aunque se apellide Jobs. Y, sin embargo, ese apellido sigue simbolizando la cumbre del management y la manzana mordisqueada es, como ningún otro, el tótem de producto conquistador. Una vez más el símbolo es el relato completo porque, como consumidores, formamos también parte de una tribu peculiar que busca referencias a las que “adorar”.

La comunicación a nivel privado, empresarial, social es un juego de información, intenciones y percepciones. A veces la efectividad pretendida debe apoyarse más en alguno de estos ingredientes, sacrificando al resto. Ahora vivimos una época en la que el conocimiento derivado de la información, así como la comprensión que surge de la intencionalidad del mensaje, quedan supeditadas a las emociones que se buscan como efecto de su percepción. Y para ello nada como un símbolo, simple, directo, fácil que provoque las palpitaciones perseguidas. Es lo más rápido. ¡Y es que no hay tiempo para más…!

Con la colaboración de Sintetia

Autor: Javier Ongay Consultor y Formador en Comunicación y Publicidad

Imagen: REUTERS/Brian Snyder

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