Activismo gordo: hacia una gordura orgullosa

Creator Whitney Thore participates in a panel for the Discovery show "TLC - My Big Fat Fabulous Life" during the TCA presentations in Pasadena, California, January 8, 2015. REUTERS/Lucy Nicholson   (UNITED STATES - Tags: ENTERTAINMENT) - RTR4KMMN

Image: REUTERS/Lucy Nicholson

Esteban Ordóñez Chillarón
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Alguien habló de gordofobia y hubo en el público quien rió y se lo tomó a cachondeo. No era un entorno hostil a la lucha contra las discriminaciones, todo lo contrario; la risa sonó entre el público de las Jornadas de Investigadoras Feministas de la Complutense. «La gordura produce risa y eso es terrible», lamenta Lara Gil, que vivió el momento de primera mano.

Al comenzar en el activismo gordo y crear el grupo Cuerpos Empoderados, Gil y sus compañeras dudaban de si estaban locas: «Nos preguntábamos si sólo lo veíamos nosotras», cuenta a Yorokobu. El odio a la gordura vive tan injertado en la sociedad que es imperceptible. A miles de kilómetros de Madrid, la argentina Martha Cecilia Weller sentía la misma incertidumbre mientras gestaba el grupo Orgullo Gordo.

Weller había sufrido un bofetón de lucidez mientras veía la televisión. En aquellos días se debatía en Argentina sobre la legalización del matrimonio igualitario que iba a recoger los derechos de la comunidad LGTB. Gays y lesbianas relataban su pasado de ocultación y violencia ante los micrófonos. «Yo no pertenecía al colectivo, pero conocía lo que contaban, algo que yo nunca había podido verbalizar», relata.

Aislamiento, invisibilidad, reprobación social, familiar. De pronto, uno de los entrevistados mencionó la palabra «homofobia». Weller la había oído más veces, pero ahora detonó en su cerebro con otro color y le provocó una réplica automática: «gordofobia».

Acudió al ordenador, buscó en inglés y en castellano. La palabra existía, aunque de forma muy furtiva. Había miles de personas que se habían dado cuenta de que las estaban atacando e invadiendo y habían decidido llamar a las cosas por su nombre y cavar una trinchera. Weller se puso manos a la obra. Si existía el orgullo gay, debía existir también el orgullo gordo.

Fernando Botero

Creemos tener claro el diagrama de las discriminaciones que no debemos tolerar y contra las que debemos rebelarnos en la vida cotidiana. Una vez que el racismo o la homofobia, por ejemplo, se asumieron como una realidad, poco a poco, se cartografiaron todas las expresiones que redundan en la injusticia, incluso las violencias más discretas.

Ese mapa sirve de defensa a los discriminados, a personas como Weller y Gil. El peor ataque es el que no se percibe como tal, y además las víctimas lo incorporan como algo merecido. En el punto en que la marginación permanece en su punto más puro y despiadado, los ataques se aceptan como un impulso de buena fe que duele en la medida en que se supone que dicen una verdad: que eres un ser humano defectuoso. La fobia ha triunfado cuando se solapa con el amor de manera perversa, con el amor de una madre, por ejemplo, que en las comidas familiares te da siempre el plato más pequeño o te vigila de reojo mientras masticas.

El negocio de la lucha contra la gordura mueve miles de millones. Es un nicho de mercado que vive de productos que no funcionan. En el caso de las cremas antigrasa, la OCU elaboró un estudio que demostró que no cumplían lo que prometían. Sin embargo, el tirón no revierte, siguen levantando cifras de vértigo. Esta rentabilidad basada en la nada sólo es posible si el destinatario del producto está victimizado por defecto. Las lociones no sufren pérdidas por ser filfa porque, al final, siempre es el gordo el que no se controla, el que no cumple.

Ciudades con tantos gimnasios como hormigueros, medicamentos, refrescos quemagrasas, cirugías, dietas espartanas, zapatillas con una horma específica para eliminar adiposidades. «No sólo es que no funciona, sino que una persona que es gorda y no ha caído en esas cosas, tiene más salud que una que sí», se queja Weller. El activismo de Orgullo Gordo se prodiga en la faceta científica de la cuestión: siguen la actualidad investigadora, traducen artículos. Quieren sembrar una semilla de duda. «No somos médicos, no andamos dando recetas, pero sí tenemos el rol de movilizar estas cuestiones dentro de la medicina: hay muchos médicos que dicen que la gordura no es una enfermedad».

Weller se inició en el activismo porque pensaba que era un mutante: estaba gorda, supuestamente tenía que sufrir un montón de problemas, pero se mantenía saludable: «No podía ser, pensaba, que me encierren en un laboratorio y me investiguen porque tengo la solución para la obesidad».

La capitana de Orgullo Gordo critica que la vinculación de una sintomatología tan amplia con la gordura introduce un enorme riesgo para las personas con sobrepeso. Opina que, muchas veces, los médicos tratan de finiquitar con una dieta los problemas que, en el caso de los pacientes delgados, se abordarían con pruebas médicas más amplias. Según Weller, cuatro de cada cinco correos electrónicos que reciben exponen ese problema: «Gente que me dice que fue al médico porque se sentía mal y le mandó dieta, y luego resulta que tenía una intoxicación porque había estado aspirando amoníaco».

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La doctora estadounidense Katherine M. Flegal, del National Centre for Health Statistics, emprendió una investigación monumental (de la que se hizo eco El Confidencial) para concluir que cierto tipo de obesidad estaba relacionada con un menor riesgo de muerte prematura. Sabiendo el aluvión de críticas que le esperaba, Flegal se parapetó tras los datos de alrededor de tres millones de personas de todos los continentes. Según el informe, la obesidad sólo aumentaría la mortalidad si se sitúa en el tipo II, es decir, un individuo de 1,80 que pese 100 kg pertenecería al tipo I y disfrutaría de una esperanza de vida igual a la de uno delgado.

Siendo precavidos, no se trataría de una responsabilidad de medicina en sí, sino más bien de una instrumentalización a nivel comercial y social del discurso de la medicina, de aquellos resultados útiles para castigar a quienes se saltan el patrón estético, una carta blanca, además, para disfrutar ese poquito de superioridad que aporta tener la libertad y la ‘razón’ de cuestionar a alguien.

Por eso, el grupo de Lara Gil se arma con pegatinas. Las llevan en el bolso y contienen pequeñas frases en las que se intenta romper el candado de la culpa. «Cuando entramos al supermercado las colocamos en las cremas anticelulíticas o en las barritas dietéticas», indica. Alguna de estas clientas se ha acercado al colectivo Cuerpos Empoderados. Había entrado a la tienda sintiéndose minusválida y había salido acariciando la idea de tener derecho a quererse.

Y eso tratan de hacer en sus talleres, trazar un recorrido vital para detectar en qué momentos se les inoculó la idea de cómo era un cuerpo válido. «Ponerlo en común ayuda a ver que hay muchas personas que sienten lo mismo que tú, que incluso leían las mismas revistas que tú y que te decían que tu cuerpo estaba mal. Además, no hace falta estar gordas, el discurso gordófobo nos lo comemos todas con patatas», expresa Gil.

Los gordos y las gordas, aunque, sobre todo, las gordas, son criaturas cabizbajas que aceptan que cualquiera los martillee con recomendaciones de dietas y ejercicios, y con un discurso de ‘superación’ que acaba reduciéndolo todo a una cuestión de voluntad. Ninguna joven gorda presenta un telediario ni te asiste en una tienda de ropa. En cambio, se emiten programas como La báscula en España o Cuestión de peso en Argentina, donde los obesos son algo que combatir con médicos, psicólogos, entrenadores, familiares. El discurso contra la gordura es totalizador, ataca el cuerpo, la mente y la identidad de la víctima.

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Sin embargo, en cuanto no agachan la cabeza, el odio asoma la patita. Páginas de Facebook como Cuerpos Empoderados reciben ataques: «Si pones una foto de lo que se conoce como curvy (que tiene un cuerpo heteronormativo, pero más grande), ahí todo el mundo habla de las bellezas diversas y demás, pero si ponemos a una persona gorda, sin más, ahí, ya se enfadan. Nos dicen que vamos a morir de ataques al corazón, que eso da asco. Si es negra o con diversidad funcional, reaccionan peor», resume Gil.

Pero ese sobresalto por parte de ciertos usuarios resulta útil porque quita el traje de gala a los ataques que sufren cada día las personas con sobrepeso. Por eso, Gil no duda al establecer el objetivo primordial de este activismo: «Desculpabilizarlas, decirles que hay un sistema que se aprovecha de su inseguridad y que sus cuerpos pueden ser una fuente de placer y alegrías».

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