Combatir la pobreza reduciendo la desigualdad

Buenos Aires, Argentina

Image: REUTERS

Enrique Feás
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Durante muchos años el análisis de la distribución de la renta y de la desigualdad tuvo un carácter secundario dentro la teoría económica, y generalmente se estudiaba dentro de las teorías del desarrollo, es decir, en el marco de comparaciones entre países. La convicción general de que para poder redistribuir la riqueza había que generarla primero hizo que el análisis del crecimiento y sus determinantes acaparara gran parte de la atención académica.

Pero los tiempos cambian, y hoy en día el estudio de la desigualdad es uno de los ámbitos de investigación económica más pujantes. Autores como Thomas Piketty o Branko Milanovic –dignos herederos del gran Tony Atkinson– aparecen hoy en las listas de economistas más influyentes y sus libros en las listas de los más vendidos.

No obstante, aún son muchas las voces que defienden que lo importante no es combatir la desigualdad, sino terminar con la pobreza. Los argumentos empleados, sin embargo, suelen adolecer de tres errores: confundir la desigualdad a nivel internacional con la desigualdad interna o intranacional, subestimar la relación entre desigualdad y crecimiento y sobreestimar la relación entre redistribución y crecimiento.

1. La desigualdad interna es la otra cara de la igualdad internacional

El primer error se deriva de un dato indudablemente positivo: la pobreza es hoy mucho menor que hace treinta años, y la desigualdad entre países ricos y países pobres es menor. Ello se debe, fundamentalmente, a la incorporación a la clase media mundial de gran parte de los habitantes de dos de los países más poblados del mundo, China e India. Pero esa reducción de la pobreza y de la desigualdad a nivel mundial se ha producido al tiempo que aumentaba la desigualdad interna dentro de la mayoría de los países desarrollados (proporcionalmente más en los anglosajones, sobre todo EEUU) y de una gran parte de los países en desarrollo (incluidos China e India).

Este error conceptual sobre el ámbito analítico de la desigualdad se añade al prejuicio que confunde el concepto de igualdad con el de igualitarismo, es decir, la defensa de una igualdad no sólo formal –de derechos y obligaciones– y de oportunidades, sino también de resultados. Pero eso no es así: los principales teóricos de la desigualdad defienden no sólo las ventajas, sino incluso la necesidad de una cierta desigualdad, basada exclusivamente en un mayor esfuerzo, capacidad o ambición relativos, para generar unos incentivos adecuados y promover el crecimiento. El problema no es que haya una cierta desigualdad: es que esta sea excesiva, calificación que habrá que modular no sólo en función de su valor (generalmente a través del Índice de Gini referido a la renta, complementado con los de riqueza y de consumo), sino también de su tendencia.

2. La desigualdad perjudica el crecimiento

El segundo error es olvidar que la desigualdad afecta negativamente al crecimiento. Así, estudios del FMI como los de Ostry et al. (2014) demuestran que un Índice de Gini elevado para la renta neta (después de impuestos y transferencias) está correlacionado con un menor crecimiento de la renta per cápita, y que un aumento de 5 puntos del índice reduce el crecimiento medio anual en 0,5 puntos; Dabla-Norris et al. (2015) estiman, por su parte, que un aumento de un punto en la renta acumulada por el quintil superior reduce el crecimiento en 0,08 puntos durante cinco años, mientras que un aumento en el quintil inferior lo aumenta. Desde la OCDE, a su vez, se calcula que una reducción del coeficiente de Gini en un punto se traduciría en un aumento del crecimiento el 0,8 por ciento del PIB a lo largo de un periodo de 5 años (Cingano, 2014).

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Los canales a través de los cuales la desigualdad se traduce en un menor crecimiento son múltiples, pero podemos agruparlos en tres:

Vía riesgo político: aparte de los riesgos generales de que una desigualdad excesiva se traduzca en la captura del proceso político por unas élites –generalmente proteccionistas de sus monopolios– y los derivados de la menor cohesión social, el FMI señala que, en los países en desarrollo, la desigualdad excesiva suele traducirse en un descontento social que termina por minar la estabilidad política. Por otra parte, en los países desarrollados la desigualdad suele dificultar la defensa de políticas que contribuyen al crecimiento, como la liberalización comercial o la integración económica. El desarrollo de los nuevos populismos en Estados Unidos y Europa se ha visto sin duda favorecido por la percepción de una mayor desigualdad.

Vía riesgo financiero (a través del ahorro): La idea, defendida por economistas como Larry Summers, es que la desigualdad aumenta el ahorro, porque las clases más ricas consumen una menor proporción de su renta (la propensión marginal al consumo es decreciente con el nivel de renta). La acumulación del ahorro presiona a la baja los tipos de interés, estimulando los precios de los activos y alentando el endeudamiento, en especial el de los hogares de renta media y baja con bajos salarios. Algunos estudios del FMI alertan del peligro en los países desarrollados de este sobreendeudamiento derivado de la desigualdad, que a la larga puede desencadenar crisis como las de la Gran Depresión o la Gran Recesión.

Vía productividad: Una excesiva desigualdad limita la capacidad de las capas más bajas para asumir riesgos e invertir, especialmente en capital humano (formación), o la condiciona a su salud (especialmente en ausencia de cobertura médica), lastrando el crecimiento futuro.

3. La redistribución no perjudica al crecimiento

El tercer y último error es considerar que la redistribución perjudica el crecimiento porque destruye los incentivos. Sin embargo, diversas investigaciones concluyen que la redistribución, salvo que sea extrema, no incide negativamente en el crecimiento: los datos muestran que el crecimiento de la renta por habitante no es significativamente menor en los países con más redistribución, y que un esfuerzo redistributivo (diferencia en índices de Gini en rentas bruta y neta) de 13 puntos o más (como en gran parte de Europa occidental) lo que hace es simplemente reducir la duración de una etapa expansiva. Por supuesto, todo dependerá también de los detalles (tipo de impuesto y financiación).

Al mismo tiempo, la realidad demuestra que la mayor parte de los efectos redistributivos –diferencias entre el Indice de Gini de la renta buta y neta– se producen por la vía de los gastos, más que de los impuestos. El FMI destaca que el mantenimiento y mejora de infraestructuras es una de las mejores vías, y un reciente estudio de Fedea atribuye al gasto el 93% del efecto redistributivo en España.

Finalmente, tan importante o más que la redistribución a posteriori es la redistribución a priori, o predistribución, íntimamente ligada a la igualdad de oportunidades: el gasto público en educación, formación y sanidad o las políticas activas de empleo pueden ser el mejor modo de garantizar la igualdad de oportunidades y evitar una desigualdad posterior.

La desigualdad ha pasado ya a primer plano dentro de las políticas y recomendaciones del Fondo Monetario Internacional –iniciadas a raíz de su análisis de Bolivia– y del Banco Mundial, y es de esperar que el resto de organismos internacionales la incorpore a sus análisis. Por lo pronto, es bueno que se consolide la idea de que los recortes en sanidad o educación no sólo comprometen el crecimiento vía deterioro del capital humano, sino también vía incremento de la desigualdad.

Por otro lado, el propio FMI reconoce que la financiarización de la economía y el sobreendeudamiento de las familias de renta media y baja son factores que favorecen la desigualdad, lo que hace recomendables medidas macroprudenciales y de control del sistema financiero.

Desde el punto de vista de la estructura impositiva, siempre será mejor estimular impuestos sobre el capital –que fomentan la igualdad de oportunidades– que recargar excesivamente los impuestos sobre la renta o los salarios, así como favorecer una adecuada progresividad del sistema en su conjunto.

Finalmente, desde el punto de vista de los gastos, es preciso estimular tanto los que favorezcan la redistribución (infraestructuras) como los que promuevan la predistribución (desarrollo y nutrición en primera infancia, sanidad y educación universales y de calidad, formación profesional, políticas activas de empleo), incluyendo en su valoración los efectos externos sobre la desigualdad.

En conclusión, la reducción de la desigualdad no debe considerarse un subproducto de la lucha contra la pobreza, sino un elemento crucial de la estrategia de crecimiento de un país: no es posible crecer ni combatir la pobreza mientras existan niveles de desigualdad excesivos.

Artículo escrito en colaboración con el Blog NewDeal – Blog de Política Económica

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