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El futuro será chino o no será nada. Aunque es probable que nos volvamos a equivocar

Antonio Dyaz
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Estoy ojeando un ejemplar del China Daily mientras espero en el lobby de un hotel a mi cliente. Este semanario orientado al mundo de los negocios se puede encontrar de manera gratuita en todos los rincones de Europa donde se trenzan relaciones comerciales. Habla del foro de Davos, de las ventajas de invertir en Shanghai, de cómo los escritores chinos se están llevando el gato (el tigre, más bien) al agua, como Lu Nei, Ja Pingwa o Liu Cixin; ofrece recetas caseras para hacer dumplings (esas empanadillas típicas que en Japón se conocen como gyoza) y muestra una tabla con el precio de los fichajes estratosféricos de jugadores occidentales en el fútbol chino.

En los años 80 del pasado siglo todo el mundo daba por sentado que el futuro sería japonés o no sería nada. El cine lo reflejó en películas como Sol naciente (Philip Kaufman, 1993), donde Sean Connery demostraba cómo su conocimiento de la cultura nipona podía suponer la diferencia entre dominar el planeta o ser condenado a la irrelevancia.

Y en literatura apareció el, fugaz pero de impacto imperecedero, movimiento cyberpunk que preconizaba la invasión de la tecnología en el cuerpo, el uso de las redes de comunicación, el ciberespacio y otros prodigios que no fueron inventados hasta décadas después. William Gibson, el principal representante de esta corriente, nos dejó libros imprescindibles como el fundacional Neuromante(Minotauro). Pero es la recopilación de relatos Mirrorshades (Siruela) la que supuso el inicio de todo, con relatos de Bruce Sterling, Tom Maddox o el mencionado Gibson.

En todas estas obras, procedentes de muy diversos autores, se respira unanimidad acerca de la indiscutible hegemonía nipona que habría de venir. Muchos se apresuraron a estudiar japonés, el yen estaba fuerte, la vecina (e históricamente enemiga) China era un coloso en términos de población, pero un país subdesarrollado.

Pero nada de esto se ha cumplido. Los escritores de ciencia ficción a veces nos equivocamos.

La gran crisis económica de Japón (su burbuja financiera de finales del siglo pasado se sigue considerando como la mayor de la historia económica moderna), las sucesivas devaluaciones de su moneda, su pérdida de peso internacional o sus catástrofes medioambientales y nucleares han herido de muerte la percepción que tenemos de esa remota nación.

Nunca un país tan pequeño tuvo tanto poder, pero ahora es residual, diríase de cortesía. Su enorme mercado cautivo le permite vivir de su autoconsumo. Intenten comprar en el distrito tokiota de Akihabara cualquier gadget tecnológico de última generación. Puede que les salga más barato que en Europa, pero estará tan orientado al mercado japonés (127 millones de personas con poder adquisitivo medio-alto) que su utilización será casi imposible fuera de allí. Las instrucciones no están en inglés, ni los botones, ni los menús, ni los conectores son estándar, ni los voltajes…

Parece que la inminente revolución de los robots es el único reducto en el que Japón tiene poca competencia, aunque la sensación del viajero occidental que pone el pie en el aeropuerto de Narita sigue siendo parecida: un salto de diez años hacia el futuro. Todo lo que nos sorprende hoy en nuestras tiendas de electrónica y ocio lleva una década probándose allí.

Sin embargo, eso no es suficiente. La Yakuza ya no da tanto miedo como las Triadas chinas, los samuráis son objetos de museo y los luchadores de sumo, una extravagancia en peligro de extinción.

Es cierto que en el cine llevan mucha ventaja a sus vecinos chinos, que han optado por hipertrofiar sus producciones y salpimentarlas con estrellas de Hollywood para llenar las miles de salas de reciente creación que se han abierto allí. El cine japonés es más contenido, y sobre todo, tiene historia. Kurosawa, Ozu, Kitano, Miyakazi… Pero el cine chino tiene dinero. Mucho dinero.

El futuro será chino o no será nada

Aunque es probable que nos volvamos a equivocar, pues para eso están las predicciones. ¿Y si alguna nación como Singapur, Finlandia o Dubái actúan como tapadas en esta carrera por dominar el mundo?

La falta de referencias claras, el desmembramiento de la Unión Europea, la involución proteccionista de EEUU y otros factores nos ponen muy difícil a los escritores de ciencia ficción trazar un escenario creíble, aunque sea distópico, que no se desmorone en pocos meses con el simple hecho sencillo de leer la prensa y encontrar en primera página una nueva disrupción.

Para terminar de confirmar esta sensación, no hace mucho descubrí al nuevo maestro del género, Ted Chiang, autor del libro La historia de tu vida (Alamut). Es un volumen de relatos que ha recibido todos los galardones posibles en su campo, incluidos los prestigiosos premios Hugo y Nébula. Y una de esas piezas ha dado lugar a la película de ciencia ficción más interesante de 2016, La llegada (Denis Villeneuve), que se fue de vacío (o casi, sólo obtuvo el premio al Mejor Sonido) en la última edición de los Óscar a pesar de haber contado con ocho nominaciones. Y sí, el señor Chiang es de origen chino, no japonés.

He terminado de ojear el China Daily y mi cliente ha llegado por fin. El señor Huang está interesado en adquirir la patente de la paella valenciana y yo soy el encargado de encauzar esa delicada negociación, aunque no soy valenciano ni entiendo de paellas. Me he visto obligado a reorientar mi carrera, pues mi editorial ha rescindido el contrato tras el fiasco de mi última novela en la que preconizaba que Japón dominaría el mundo con un ejército de geishas mutantes. Deséenme suerte, que en chino se dice asi: 祝你好运! (Zhù nǐ hǎo yùn!).

Y en japonés, aunque ahora sea irrelevante, sonaría como 頑張って!(Ganbatte!).

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