Jobs and the Future of Work

¿A quién representa la empresa? 

General view of buildings in Manhattan and the Hudson River are seen from the Empire State Building in New York City June 8, 2007. Picture taken June 8, 2007. REUTERS/Shahida Ariff Patail (UNITED STATES) - RTR1SPV3

Image: REUTERS/Shahida Ariff Patail (UNITED STATES) - RTR1SPV3

Ricardo Hausmann
Founder and Director, Growth Lab, Harvard University
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Fuerza laboral y empleo

¿En nombre de quién hablan las asociaciones empresariales? Pues, a nombre de las empresas. Pero, ¿quién es la empresa?

Esta es una pregunta cada vez más urgente, puesto que aunque las empresas han cambiado de manera radical la forma en que se ven a sí mismas, las asociaciones empresariales todavía no lo han hecho. Y el desfase resultante le resta legitimidad al capitalismo en muchos países.

La visión tradicional de la empresa –que comparten tanto Karl Marx como Milton Friedman– es que consiste en una organización de propiedad de capitalistas (los accionistas), en cuyo nombre se la administra. La empresa contrata trabajadores y adquiere otros insumos a fin de maximizar los retornos de quienes aportan el dinero. Según Friedman, la responsabilidad social de la empresa es aumentar las ganancias. Cualquier objetivo que no beneficie directamente a los accionistas no es más que otro impuesto que distorsiona.

Pero, ¿qué hace que todas las partes interesadas o stakeholders de una empresa se comporten de un modo que maximice su valor? En realidad, las grandes empresas modernas luchan por crear la sensación de una comunidad colaborativa de empleados, administradores, proveedores, prestamistas, distribuidores, prestadores de servicios, clientes y accionistas, quienes cooperan para crear valor a través de la satisfacción de las necesidades y aspiraciones del cliente.

Es por ello que United Airlines preferiría que sus empleados trataran a los pasajeros de manera amable, y que Goldman Sachs desea que sus banqueros no promuevan ni encubran la corrupción masiva. Apple espera que sus proveedores traten a sus trabajadores con humanidad. UnitedHealthcare aspira a que sus empleados manejen los reembolsos con honestidad. A los accionistas de Uber les preocupa que el mal comportamiento de sus altos ejecutivos haga que los clientes opten por otro proveedor de servicios y que sus empleados más valiosos renuncien.

Para crear organizaciones colaborativas que funcionen, el hombre ha desarrollado un sentido del "nosotros", una sensación de pertenencia a lo que el historiador y politólogo Benedict Anderson ha llamado una "comunidad imaginada", a la que le debemos lealtad. Sus logros nos enorgullecen y sus tropiezos nos duelen, y ciframos esperanzas en su éxito sostenido. Cooperamos no solo a causa de que hacerlo favorece a nuestro frío interés pecuniario, sino también porque variados sentimientos morales –lealtad, orgullo, culpa, vergüenza, ira, alegría– nos hacen trabajar por nuestro equipo y apoyarlo.

El foco de Anderson fue el ascenso del nacionalismo. Pero las grandes empresas tratan de crear un sentimiento análogo de lealtad al expresar su misión, visión y valores en términos excelsos. Cuando Chase Manhattan Bank adquirió a J.P. Morgan en 2000, su personal gerencial presumió que también había adquirido el derecho a cambiar el nombre de la organización. Sin embargo, al poco tiempo se dio cuenta de que J.P. Morgan, para sus clientes y empleados, era una comunidad imaginada de mayor prestigio que Chase.

Es fácil ver por qué la visión de la firma como una comunidad colaborativa está triunfando en las escuelas de administración de negocios y en las compañías de mayor éxito. Una de las razones a las que obedece esto, es que en la mayoría de las empresas que se transan en bolsa, los accionistas son inversores pasivos que solo desean saber sobre la firma lo suficiente como para decidir si comprar o vender; no desean involucrarse en la toma de decisiones.

Al mismo tiempo, la creación de un sentido de lealtad y confianza entre stakeholders, hace que sea más fácil dirigir las cosas. Un enfoque limitado meramente a los intereses de los accionistas, impulsaría a todas las otras partes interesadas a perseguir también solo sus propios estrechos intereses, con lo cual aumentarían los conflictos y los costos de transacción. Puede que el gerente general sea nombrado por un directorio cuyos miembros son elegidos por los accionistas, pero se supone que él representa y motiva a la red de stakeholders que sustentan el éxito de la empresa. Los integrantes de Harvard Corporation nombran a mi rector o rectora, pero tratan de escoger a una persona que nos enorgullezca a todos los que hacemos vida en la universidad.

No obstante, la representación social y política del sector empresarial se asemeja más al arquetipo de Friedman. Con demasiada frecuencia, las asociaciones empresariales hablan solamente en nombre de los estrechos intereses de los propietarios capitalistas. En país tras país –sea Argentina, Chile, Colombia, Francia, México o el Reino Unido– las organizaciones empresariales no otorgan voz política a la red de stakeholders, sino a los patronos.

La representación política del sector empresarial en sí misma, si está bien concebida, es de valor incalculable para la sociedad. Después de todo, el progreso económico exige que la mano invisible del mercado esté coordinada con la mano visible del estado. La telefonía celular requiere la creación de derechos de propiedad sobre el espectro radioeléctrico. El sector inmobiliario debe convencer al futuro comprador de que el edificio residencial que le interesa no se va a incendiar. La industria informática se beneficiaría si los niños aprendieran a programar en la escuela.

Como lo revelan estos y muchos otros ejemplos, el sector empresarial se puede volver más eficiente si los gobiernos proporcionan una combinación apropiada de un conjunto cambiante de bienes públicos diversos relativamente específicos. Las asociaciones empresariales necesitan interactuar con el gobierno a fin de identificar los bienes públicos que hagan más productivos a los ecosistemas económicos, de modo que ellos puedan crear mayor valor para todas las partes interesadas.

Pero esta labor se ve entorpecida por la percepción de que quienes están en la mesa, lo hacen para representar los estrechos intereses de los patronos, como claramente lo sugiere la agenda de sus políticas, la cual con frecuencia se enfoca en trasladar la carga tributaria a terceros. Como consecuencia, los gobiernos suelen exigir que se reúnan en presencia de asociaciones laborales, de modo que los empleados también tengan voz.

Esta forma tripartita de conformar la mesa, altera de manera dramática la naturaleza de la discusión, al enfocarla en lo laboral y otras cuestiones distributivas que podrían resolverse entre stakeholders, a costa de abordar la forma de proporcionar bienes públicos que realcen la productividad y beneficien a todas las partes interesadas. Y esto sucede debido a que la transformación del concepto de lo que es una empresa todavía no se refleja en el concepto de lo que debería ser una asociación empresarial.

Naturalmente, este desfase lleva a una confrontación con otros stakeholders, los cuales deben responder con sus organizaciones respectivas. Pero si las asociaciones empresariales pudieran transformarse de modo que representen y den voz a la red de stakeholders sobre la cual, de hecho, se construyen las empresas, dichas asociaciones podrían contribuir de manera considerable a la creación de una sociedad mucho más colaborativa e inclusiva.

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