El comercio internacional no es ni héroe ni villano

A worker at "sky100", the 100th floor of the International Commerce Centre (ICC), looks at Hong Kong's Victoria Harbour March 23, 2011.   REUTERS/Bobby Yip/File Photo                   GLOBAL BUSINESS WEEK AHEAD PACKAGE - SEARCH BUSINESS WEEK AHEAD SEPTEMBER 26 FOR ALL IMAGES - RTSPE86

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Jorge Díaz Lanchas
Manuel Alejandro Hidalgo Pérez
Profesor de Economía Aplicada , Universidad Pablo de Olavide de Sevilla
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El reciente e interesante debate en torno al CETA ha levantado múltiples cuestiones acerca de los beneficios y costes del comercio internacional, y su aplicación a través de los Tratados de Libre Comercio (TLC). Los cauces que ha tomado este debate sorprenden pues, si de algo podemos decir que hay cierto consenso en economía, es que la apertura comercial tiende a ser positiva para el crecimiento y la generación de riqueza, al menos en el largo plazo. Pero que el comercio sea positivo, no quiere decir que por ello esté exento de costes. De hecho, el consenso es que tales costes existen, estando muchos de ellos bien recogidos y estudiados por la literatura. Por ello, esconder del debate público los posibles costes, no hace sino sesgar el tipo de políticas que se pueden plantear a la hora de que un país se abra al comercio.

Con este artículo no pretendemos poner en tela de juicio si la apertura comercial es deseable o no. Es más, si nos preguntasen a través de una llamada telefónica de dos minutos de duración o a través de un tuit en las redes sociales, contestaríamos que, efectivamente, la apertura no sólo es deseable si no que podría ser un medio para conseguir mayores niveles de bienestar en el largo plazo. Pero si ante una pregunta de este tipo, dispusiésemos de más tiempo para elaborar la respuesta, seríamos nosotros mismos quienes pediríamos más detalles sobre los supuestos en los que se basa la pregunta en cuestión. La apertura, ¿es multilateral, bilateral o unilateral? ¿Se llevará a cabo mediante bajadas drásticas de aranceles o con la armonización de estándares regulatorios? ¿Cómo es el tamaño de las economías que intervienen? Estas economías, ¿poseen niveles de productividad similares? ¿Existen mecanismos de compensación ante los posibles perdedores de todo el proceso aperturista? En caso de haberlos, ¿atienden a posibles efectos regionales? En función de todas estas respuestas, el diagnóstico y las recomendaciones de políticas que daríamos, podrían variar mucho de las originales.

Dejando para futuros artículos el analizar cuáles son los beneficios del comercio, pretendemos hacer una lista no exhaustiva de posibles costes que pueden surgir con la apertura comercial pues vemos, con asombro, que estos costes dentro del debate político, o son obviados por unos economistas, o son magnificados por otros. De hecho, y viendo la ola de neoproteccionismo (para nada bien defendida) que estamos presenciando en Occidente desde ambos extremos del espectro político, nos preguntamos bajo qué evidencia empírica se plantean tales argumentos proteccionistas. Pues si algo podemos asegurar a los alentadores del proteccionismo es que, si usan metodología rigurosa, robustos análisis de datos y razonables supuestos teóricos acerca de por qué el proteccionismo es positivo para los países, tienen garantizado una publicación en una de las mejores revistas académicas. Spoiler: van a tener que trabajar duro para ello.

Centrándonos en el asunto, vemos que la defensa del libre comercio se basa en un viejo principio: la apertura permite a los países “exprimir” sus ventajas comparativas especializándose en aquello que mejor saben hacer. Tal premisa, con una ya larguísima tradición en economía, lleva a que muchos economistas concluyan que la simple apertura genera crecimiento para todos los países. Sin embargo, la investigación reciente (Costinot 2009a, 2009b) indica que, incluso generándose crecimiento, pueden surgir patrones de divergencia muy amplios entre unos y otros. ¿Por qué? Porque lo importante no es sólo la apertura, sino la dotación de factores (humanos e institucionales) de la que disponen los países a la hora de abrirse. Así, si previo a la apertura, uno de los países dispone de mayor número de trabajadores de alta cualificación y mejores instituciones que el otro, será este país el que se especialice en los bienes mucho más sofisticados, mientras que el otro se moverá hacia otro tipo de bienes de bajo valor, experimentando un crecimiento menor. Si bien el hecho de que exista crecimiento en ambos países es a priori positivo, queremos dejar patente que este patrón generaría divergencia entre países.

Es más, el comercio internacional ya hace tiempo que dejó de regirse por las ventajas comparativas “clásicas”. Así, según nos muestra Baldwin (2016), lo que vemos es que la globalización ha alterado de tal modo las estructuras de producción mundiales que el mismo tipo de trabajador dentro del mismo sector, con la misma formación y destrezas que otro, puede ver peligrar su situación laboral a favor del segundo trabajador si finalmente la empresa decide deslocalizar parte de su producción a otros países. Independientemente de que esto pueda ser o no ser positivo. Creemos que hay que ser conscientes de que esto genera problemas en los mercados laborales originarios ante los cuáles, si no se dispone de una red de protección social, podemos llegar a tener conflictos sociales como los que estamos presenciando en Occidente. Pensamos que este hecho justificaría por sí solo la existencia de posibles mecanismos compensatorios, aunque no necesariamente la toma de medidas proteccionistas.

Siguiendo con esto, la apertura comercial puede no sólo generar problemas a nivel de individuos sino también territoriales, esto es, la actividad económica puede localizarse en un lugar u otro gracias a la globalización, de modo que se podrían generar desigualdades, ahora, regionales. La ciencia económica no llega a entender correctamente por qué, si las TICs y la distancia geográfica cada vez parecen importar menos en las transacciones internacionales, los agentes económicos tienden a concentrarse más y más en lugares geográficos muy determinados, esencialmente en las ciudades. Por un lado, esto genera externalidades positivas allí donde surgen mercados de trabajo globalizados muy productivos. El inconveniente surge cuando aparecen las externalidades positivas únicamente en ciertas zonas mientras que el resto se ven “deslocalizadas”. En consecuencia, esto deja regiones despobladas económicamente, lo que ahonda en la desigualdad dentro de los países como apuntan los trabajos de Branko Milanovic (2016). Así, aparecen problemas derivados de este patrón a los que denominamos de “centro-periferia”. Éstos surgen a consecuencia de que la reducción de los costes de transporte que acarrea la apertura comercial, lleva a que algunas zonas aglomeren mucho más que otras dentro de un mismo país o entre ellos. Tenemos multitud de ejemplos concretos. Entre países, tendríamos la “Gran Banana Europea” (zona geográfica entre Amsterdam y Frankfurt, cubriendo París, Bélgica y Luxemburgo), y dentro de los países, estarían las dos costas de EE.UU., o incluso dentro de España en las aglomeraciones del Sur de Galicia y Norte Portugal, y en las zonas limítrofes con Francia a través de Cataluña y el País Vasco. Por supuesto, la existencia de este tipo de problemas da argumentos más que suficientes para albergar una política de desarrollo regional encauzada desde la Administración Pública, aunque presumimos que este tipo de políticas no serían ampliamente aceptadas.

Volviendo al tema por el que ha surgido todo el debate actual, el CETA (y el TTIP cuando resurja), bien pareciera que estos TLCs se han convertido en el chivo expiatorio del comercio internacional, centrando en ellos toda frustración en relación a grandes temas globales: desregulación normativa, medio ambiente, mercado laboral, etc . Es cierto que estos tratados son diferentes a los firmados en las décadas de los 70-80, pues éstos anteriores se centraban en el comercio de manufacturas y la bajada de aranceles o eliminación de barreras técnicas al comercio. Sin embargo, los TLCs del s.XXI, responden a normas del s.XXI. ¿Qué quiere decir esto? En esencia, que el comercio entre países desarrollados ya es de una naturaleza muy diferente al propio del s.XX. El nuevo comercio internacional se centra en los servicios, los flujos de inversión y, especialmente, en la difusión del conocimiento (know-how) entre distintas zonas del planeta. De ahí que el enfoque de estos nuevos TLCs sea muy diferente, tanto en su forma técnica (son altamente complejos y detallados) como en sus objetivos. Respecto de su tecnicismo, los TLCs del s.XXI pretenden armonizar normas regulatorias y facilitar la protección de inversiones, pero como resultado de todas las trabas no visibles al comercio que han ido surgiendo en los últimos años. Prueba de ello es que el comercio está actualmente estancado, en parte debido a que los países han recurrido a barreras regulatorias para impedir la entrada de productos y flujos extranjeros (Baliña et al., 2015). Esto, en parte, se debe a la imposibilidad que tienen los países de subir aranceles unilateralmente gracias a la normativa de la Organización Mundial del Comercio. De ahí, que la “forma” de estos TLCs sea diferente al de años anteriores, pues han de facilitar el correcto flujo de servicios, información y conocimiento (know-how) entre países, sin miedo a que éstos se vean penalizados o expropiados en el extranjero.

Por último, los TLCs del s.XXI poseen otra característica que los hacen (muy) diferentes: la estrategia geopolítica. Y es que llevamos años en los que el escenario bipolar de los años 70-80 se ha transformado en otro multipolar en el que no existe un bloque económico claro que rija la gobernanza mundial. Si bien la creación de la OMC y el resto de organismos supranacionales han intentado suplir las fallas de la gobernanza mundial, ante su estancamiento institucional, los países han decidido hacer la “guerra por su parte”. Con ello han perseguido el establecimiento de acuerdos bilaterales con terceros países, con el objetivo de a (muy) largo plazo tener más influencia y “aliados económicos” con los que regir los estándares regulatorios, medioambientales y laborales de las próximas décadas. En un mundo en el que el multilateralismo está en crisis, las potencias del Sudeste Asiático junto con los BRICs, cada vez quieren ir ganando más peso en la gobernanza mundial, y con unos Estados Unidos que no sólo están en retirada del liderazgo mundial, sino que su nuevo presidente pareciera que quisiese torpedear cualquier atisbo de acuerdo multilateral entre países, quizás estos nuevos TLCs tengan un “sentido” muy profundo para la Unión Europea. Un sentido más relacionado con el rol de la UE en el mundo, necesariamente en revisión como consecuencia del Brexit, más que con la expansión de mercados y la desregulación. Con esto no pretendemos decir que los nuevos TLCs sean positivos por estas características, sino que hay que enmarcarlos dentro de este cambio de paradigma a nivel mundial. Es decir, el CETA, quizás también el TTIP cuando resurja, y otros tratados recientemente firmados con países como México o Corea del Sur (y que por cierto, no han recibido nada de críticas políticas), no son más que intentos de la UE por reactivar ejes geopolíticos como el Atlántico, ante un mundo en el que bien podría quedar aislada de las relaciones comerciales una vez que el eje transmisor de nuestras relaciones (los países anglosajones) pueda dejar de ejercer como tal.

Con todo y tras este repaso, pensamos que evidenciar las características de los nuevos TLCs y los costes de la apertura es, como mínimo, un ejercicio que ha de hacerse. De lo contrario la imagen que puede percibir la opinión pública acerca de qué es el comercio internacional y cómo nos puede beneficiar, puede quedar totalmente trastocada, a menos, eso sí, que nuestro objetivo sea precisamente éste.

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