La violencia: la gran igualadora

Con la colaboración de Nada es gratis.
Jesús Fernández-Villaverde
Profesor de Economía , Universidad de Pensilvania
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Pocos temas despiertan tanta pasión en el debate público como los orígenes de la creciente desigualdad de renta y de riqueza (fenómenos relacionados, pero no iguales) que se ha observado en las últimas décadas en muchos países occidentales. ¿Cómo de grande es? ¿Ha parado o continúa creciendo? ¿Cuál es su causa? ¿Cuáles son sus consecuencias? ¿Qué podemos hacer al respecto? O, incluso, ¿debemos hacer algo al respecto? Responder simplemente a una de estas preguntas daría para toda una serie de entradas y horas de conversación pues incluye tanto aspectos positivos (de mero análisis) como normativos (¿cómo se debe organizar una sociedad?). Como en todos los grandes debates públicos, hay importantes aspectos de hechos verificables, muchos argumentos menos basados en los datos y la tendencia a imputar al crecimiento de la desigualdad el origen de muchos fenómenos que quizás tengan menos que ver con ella de lo que parecería a primera vista, pero que le evitan a uno tener que decir algo más profundo.

Mi intención hoy es mucho más modesta: reseñar rapidísimamente un reciente libro de Walter Scheidel, The Great Leveler: Violence and the History of Inequality from the Stone Age to the Twenty-First Century, sobre la evolución en el largo plazo de la desigualdad de renta y riqueza y el efecto que sobre la misma tiene la violencia.

Para los que nos apasiona la historia económica de la antigüedad (por cierto, este otoño daré en Penn tres semanas de historia económica de Grecia y Roma, a ver si puedo colgar entradas sobre ello), Scheidel es un nombre bien conocido. Por ejemplo, es uno de los editores de la imprescindible The Cambridge Economic History of the Greco-Roman World que resume los enormes avances en nuestro entendimiento de la vida económica en la época clásica que se han producido en las últimas décadas (y que dejan bastante mal tanto a Karl Polanyi, al que es muy difícil tomarse en serio estos días, como a M.I. Finley, que aún resulta de todas maneras provechoso leer). Su salto a una historia más global, tanto en espacio como en tiempo, motivado precisamente por el crecimiento del interés en la evolución de la desigualdad (que atribuye en el prólogo a sus conversaciones con Emmanuel Saez, uno de los líderes de la literatura al respecto, durante una estancia conjunta en Stanford) es quizás el mejor ejemplo de la discusión con la que comenzaba esta entrada.

La tesis del libro, expuesta de manera sucinta en un capítulo introductorio, es sencilla: desde la revolución neolítica, la desigualdad de renta y riqueza en una sociedad tiende a crecer de manera casi constante a menos que la sociedad sufra de un desastre de considerables dimensiones.

En particular, Scheidel identifica cuatro “niveladores” de la desigualdad: las guerras con movilización masiva (como las dos guerras mundiales del siglo XX), las revoluciones transformadoras (como la Revolución Rusa de 1917), el colapso de un estado y las pandemias letales. Cada uno de estos niveladores, formas de violencia humana o natural a la que se refiere el título de esta entrada, llevan a la destrucción del capital físico, a altos niveles de inflación y de imposición, a fuertes intervenciones del estado en la economía (re-asignado recursos y cambiando precios relativos) y, más en general, a la desorganización de la vida económica. Dado que las personas con más riqueza son, casi por definición, las que más tienen que perder de estos reajustes (malamente va a perder mucho capital físico el que carece de él), los niveladores tienden a comprimir la distribución de riqueza y, por medio de la reducción en las rentas del capital, la de ingreso. Además, a menudo, estos niveladores llevan a profundos cambios en la vida política, con sus subsecuentes consecuencias secundarias sobre la desigualdad.

Dado que las personas con más riqueza son, casi por definición, las que más tienen que perder de estos reajustes (malamente va a perder mucho capital físico el que carece de él), los niveladores tienden a comprimir la distribución de riqueza

El efecto de estos shocks, sin embargo, tiene a desaparecer con el tiempo: la vida económica vuelve a la normalidad, altos niveles de imposición son erosionados por el juego político y unos agentes, no necesariamente los mismos que antes o incluso sus descendientes, comienzan de nuevo a acumular riqueza a alta velocidad. Scheidel está, por tanto, interesado en entender la dinámica de desigualdad dentro de las sociedades, pero no entre sociedades (un punto al que volveré en unos párrafos).

El resto de los capítulos del libro le ofrecen al lector los detalles adicionales que justifican la tesis principal, desde una breve historia de la desigualdad del neolítico al presente al análisis de guerras, revoluciones y plagas, y conjeturas sobre el futuro. Parte de la narrativa, como la increíble comprensión de renta y riqueza en Japón durante la Segunda Guerra Mundial (capítulo 4) son fascinantes. Otras partes se hacen más lentas de leer y sufren de alguna imprecisión en cómo se miran los datos o la interpretación que se puede hacer de los mismos.

El libro adopta, muy a pesar de su autor, una posición pesimista. La desigualdad crece y crece (asumo por el momento que esto es negativo para una sociedad; no tiene necesariamente que serlo) y los únicos remedios que paran este proceso son casi peor que la enfermedad: guerras, revoluciones, pandemias. Otros mecanismos, como las crisis financieras o la redistribución fiscal en tiempos “normales” no son más que, en opinión de Scheidel, arañazos en la armadura de la desigualdad. En circunstancias que no son excepcionales, las personas de alta renta o riqueza pueden emplear (¿manipular?) el sistema político con suficiente destreza para evitar un nivel elevado de redistribución.

La obra de Scheidel se puede leer a varios niveles. Uno es simplemente descriptivo: ¿qué sabemos sobre la evolución de la desigualdad de renta y riqueza en el tiempo y en el espacio? Como tal, pocos mejores lugares podrá encontrar un estudioso sobre el tema que sintetice la información existente en la literatura en estos momentos.

Un segundo es sobre los mecanismos que incrementan y disminuyen la desigualdad. Aquí he de reconocer un cierto sesgo previo: en mi propia investigación he seguido la literatura que enfatiza la importancia de los grandes (y raros) desastres para entender muchos fenómenos como los precios de los activos (aquí y aquí). En un trabajo reciente argumento que en un mundo con grandes (y raros) desastres la evolución de la desigualdad de renta y riqueza sufre, potencialmente de fluctuaciones de medio plazo muy considerables. A la vez, me resulta difícil ver cómo tales fluctuaciones pueden tener un componente cuasi-permanente en la ausencia de los “niveladores”, como argumenta Scheidel. Los mecanismos de corrección por cambio de precios relativos en una economía de mercado son poderosos y, aunque algunas veces lentos, terminan imponiéndose. Grandes acumulaciones de capital, dado lo que sabemos sobre las elasticidades de sustitución entre capital y trabajo, terminan revirtiéndose o, al menos, no explotando. Y las herencias familiares, por mucho que su persistencia sea alta (como aquí documenta Gregory Clark) culminan, tarde o temprano, enfrentándose al fenómeno Buddenbrook: una nueva generación termina llegando que se dedica a tocar el piano y se come toda la herencia.

Un tercer nivel es sobre qué es lo que está ocurriendo en el mundo actual. No quiero entrar ahora en una nueva divagación sobre la tecnología y la desigualdad. Solo resaltar mi descontento con el fetichismo del estado-nación en la discusión de la desigualdad de la que creo Scheidel sufre en parte. ¿Ha crecido más la desigualdad en Estados Unidos que en Francia? Sí. ¿Podemos aprender algo de ello? No está claro. En un mundo con movimientos de bienes, servicios y personas, el incremento de desigualdad generado por la acumulación de riqueza en San Francisco y Nueva York no se puede separar de la evolución de la riqueza en Iowa y en Burdeos. ¿No es acaso parte del incremento de riqueza del programador en Silicon Valley el teléfono móvil que se compra un francés? Pero, como las estadísticas vienen en “paquetes” nacionales, mezclamos San Francisco con Iowa pero no San Francisco con Burdeos o Iowa con Glasgow.

Aun así, el libro de Scheidel no deja de ser una magnífica contribución a una creciente literatura histórica sobre la desigualdad y, en mi caso, aliciente para seguir pensando más sobre este tema en meses venideros.

Para los que nos apasiona la historia económica de la antigüedad (por cierto, este otoño daré en Penn tres semanas de historia económica de Grecia y Roma, a ver si puedo colgar entradas sobre ello), Scheidel es un nombre bien conocido. Por ejemplo, es uno de los editores de la imprescindible The Cambridge Economic History of the Greco-Roman Worldque resume los enormes avances en nuestro entendimiento de la vida económica en la época clásica que se han producido en las últimas décadas (y que dejan bastante mal tanto a Karl Polanyi, al que es muy difícil tomarse en serio estos días, como a M.I. Finley, que aún resulta de todas maneras provechoso leer). Su salto a una historia más global, tanto en espacio como en tiempo, motivado precisamente por el crecimiento del interés en la evolución de la desigualdad (que atribuye en el prólogo a sus conversaciones con Emmanuel Saez, uno de los líderes de la literatura al respecto, durante una estancia conjunta en Stanford) es quizás el mejor ejemplo de la discusión con la que comenzaba esta entrada.

La tesis del libro, expuesta de manera sucinta en un capítulo introductorio, es sencilla: desde la revolución neolítica, la desigualdad de renta y riqueza en una sociedad tiende a crecer de manera casi constante a menos que la sociedad sufra de un desastre de considerables dimensiones. En particular, Scheidel identifica cuatro “niveladores” de la desigualdad: las guerras con movilización masiva (como las dos guerras mundiales del siglo XX), las revoluciones transformadoras (como la Revolución Rusa de 1917), el colapso de un estado y las pandemias letales. Cada uno de estos niveladores, formas de violencia humana o natural a la que se refiere el título de esta entrada, llevan a la destrucción del capital físico, a altos niveles de inflación y de imposición, a fuertes intervenciones del estado en la economía (re-asignado recursos y cambiando precios relativos) y, más en general, a la desorganización de la vida económica. Dado que las personas con más riqueza son, casi por definición, las que más tienen que perder de estos reajustes (malamente va a perder mucho capital físico el que carece de él), los niveladores tienden a comprimir la distribución de riqueza y, por medio de la reducción en las rentas del capital, la de ingreso. Además, a menudo, estos niveladores llevan a profundos cambios en la vida política, con sus subsecuentes consecuencias secundarias sobre la desigualdad.

El efecto de estos shocks, sin embargo, tiene a desaparecer con el tiempo: la vida económica vuelve a la normalidad, altos niveles de imposición son erosionados por el juego político y unos agentes, no necesariamente los mismos que antes o incluso sus descendientes, comienzan de nuevo a acumular riqueza a alta velocidad. Scheidel está, por tanto, interesado en entender la dinámica de desigualdad dentro de las sociedades, pero no entre sociedades (un punto al que volveré en unos párrafos).

El resto de los capítulos del libro le ofrecen al lector los detalles adicionales que justifican la tesis principal, desde una breve historia de la desigualdad del neolítico al presente al análisis de guerras, revoluciones y plagas, y conjeturas sobre el futuro. Parte de la narrativa, como la increíble comprensión de renta y riqueza en Japón durante la Segunda Guerra Mundial (capítulo 4) son fascinantes. Otras partes se hacen más lentas de leer y sufren de alguna imprecisión en cómo se miran los datos o la interpretación que se puede hacer de los mismos.

El libro adopta, muy a pesar de su autor, una posición pesimista. La desigualdad crece y crece (asumo por el momento que esto es negativo para una sociedad; no tiene necesariamente que serlo) y los únicos remedios que paran este proceso son casi peor que la enfermedad: guerras, revoluciones, pandemias. Otros mecanismos, como las crisis financieras o la redistribución fiscal en tiempos “normales” no son más que, en opinión de Scheidel, arañazos en la armadura de la desigualdad. En circunstancias que no son excepcionales, las personas de alta renta o riqueza pueden emplear (¿manipular?) el sistema político con suficiente destreza para evitar un nivel elevado de redistribución.

La obra de Scheidel se puede leer a varios niveles. Uno es simplemente descriptivo: ¿qué sabemos sobre la evolución de la desigualdad de renta y riqueza en el tiempo y en el espacio? Como tal, pocos mejores lugares podrá encontrar un estudioso sobre el tema que sintetice la información existente en la literatura en estos momentos.

Un segundo es sobre los mecanismos que incrementan y disminuyen la desigualdad. Aquí he de reconocer un cierto sesgo previo: en mi propia investigación he seguido la literatura que enfatiza la importancia de los grandes (y raros) desastres para entender muchos fenómenos como los precios de los activos (aquí y aquí). En un trabajo reciente argumento que en un mundo con grandes (y raros) desastres la evolución de la desigualdad de renta y riqueza sufre, potencialmente de fluctuaciones de medio plazo muy considerables. A la vez, me resulta difícil ver cómo tales fluctuaciones pueden tener un componente cuasi-permanente en la ausencia de los “niveladores”, como argumenta Scheidel. Los mecanismos de corrección por cambio de precios relativos en una economía de mercado son poderosos y, aunque algunas veces lentos, terminan imponiéndose. Grandes acumulaciones de capital, dado lo que sabemos sobre las elasticidades de sustitución entre capital y trabajo, terminan revirtiéndose o, al menos, no explotando. Y las herencias familiares, por mucho que su persistencia sea alta (como aquí documenta Gregory Clark) culminan, tarde o temprano, enfrentándose al fenómeno Buddenbrook: una nueva generación termina llegando que se dedica a tocar el piano y se come toda la herencia.

Un tercer nivel es sobre qué es lo que está ocurriendo en el mundo actual. No quiero entrar ahora en una nueva divagación sobre la tecnología y la desigualdad. Solo resaltar mi descontento con el fetichismo del estado-nación en la discusión de la desigualdad de la que creo Scheidel sufre en parte. ¿Ha crecido más la desigualdad en Estados Unidos que en Francia? Sí. ¿Podemos aprender algo de ello? No está claro. En un mundo con movimientos de bienes, servicios y personas, el incremento de desigualdad generado por la acumulación de riqueza en San Francisco y Nueva York no se puede separar de la evolución de la riqueza en Iowa y en Burdeos. ¿No es acaso parte del incremento de riqueza del programador en Silicon Valley el teléfono móvil que se compra un francés? Pero, como las estadísticas vienen en “paquetes” nacionales, mezclamos San Francisco con Iowa pero no San Francisco con Burdeos o Iowa con Glasgow.

Aun así, el libro de Scheidel no deja de ser una magnífica contribución a una creciente literatura histórica sobre la desigualdad y, en mi caso, aliciente para seguir pensando más sobre este tema en meses venideros.

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