Aquí (y así) se guarda el conocimiento de la humanidad

Enrique Alpañés
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La humanidad está perdiendo su memoria. No es algo nuevo. De hecho, empezó a ocurrir desde el mismo momento en que empezó a tenerla, pero alarma saber que en la era de la información el problema se está agravando. Hay muchos motivos que podrían explicar esta amnesia colectiva, pero quizá el más evidente sea precisamente el exceso de información. Vivimos tan pendientes de la última hora que nos hemos olvidado de la hemeroteca. Tenemos un empacho de datos.

Un segundo; lo que has tardado en leer la frase anterior. En ese lapso de tiempo se han escrito 7.000 tweets, se han subido 750 fotos a Instagram, se han publicado 1.200 post en Tumblr, se han realizado 2.300 llamadas por Skype. En un segundo se han hecho 60.000 búsquedas de Google, se ha dado al play a 136.000 vídeos, se han enviado dos millones y medio de emails.

En total, unos 40.000 GB de tráfico. Se propagan a la velocidad de la luz, se comparten como nunca antes, pero se almacenan de forma precaria y quebradiza. La información parece ser etérea, parece flotar, hasta tal punto que hemos designado al lugar donde la almacenamos «la nube». Pero hay rincones donde las nubes descargan y se vuelven físicas, llueven sus datos en megaestructuras, rincones escondidos y protegidos, fortalezas de la memoria.

Philippe Braquenier lleva un lustro recorriéndolos y fotografiándolos para su serie Palimpsest. «Este nombre es preciso de muchas maneras para el proyecto», explica el fotógrafo. En su acepción más conocida, palimpsesto es el manuscrito que se borra, deliberadamente, para reescribir sobre él. Fue una práctica común en la antigua Grecia para paliar la escasez de papiros.

También lo es hoy en día, pues en su segunda acepción sirve para designar el proceso del disco duro del ordenador, por el que se reescribe constantemente sobre datos preexistentes. Hay un último significado que acaba de redondear el proyecto de Braquenier. Palimpsesto, en arquitectura, se utiliza para designar la acumulación de elementos de distintas épocas y estilos en un mismo lugar.

Palimpsest tiene un componente eminentemente arquitectónico, refleja los grandes almacenes de datos de la historia: cuevas futurísticas, naves tecnológicas y bibliotecas ancestrales. Un recorrido por la memoria física de la humanidad. El centro de datos de Google en Bélgica, el del CERN, en Suiza, la Biblioteca dei Girolamini, de Nápoles, o el monasterio de Montserrat por poner algunos ejemplos.

Para realizar este proyecto, aún en desarrollo, Braquenier quiso entrar en los grandes templos del saber, desde la antigüedad hasta nuestros días. No siempre lo consiguió. «Una gran parte del trabajo de este proyecto consiste en contactar las instituciones para que me den acceso a los lugares», reconoce el fotógrafo. «A veces lleva seis meses conseguir un “adelante”. Otras veces nunca llega».

Fue el caso del monasterio de Montserrat, que rechazó su ingreso en la biblioteca argumentando que estaba «estrictamente reservado a la comunidad cristiana». Puede que otra razón de peso, más allá de la meramente religiosa, fuera el hecho de que los chicos de Google hubieran llegado antes que Braquenier. Con un argumento muy similar al del fotógrafo, escanearon 23.400 libros que posteriormente pusieron a la venta online. El padre Damià Roure, director de la biblioteca, les dejó hacerlo de forma gratuita, pensando que no estaba ante un movimiento comercial sino meramente académico.

Fue el caso del monasterio de Montserrat, que rechazó su ingreso en la biblioteca argumentando que estaba «estrictamente reservado a la comunidad cristiana». Puede que otra razón de peso, más allá de la meramente religiosa, fuera el hecho de que los chicos de Google hubieran llegado antes que Braquenier. Con un argumento muy similar al del fotógrafo, escanearon 23.400 libros que posteriormente pusieron a la venta online. El padre Damià Roure, director de la biblioteca, les dejó hacerlo de forma gratuita, pensando que no estaba ante un movimiento comercial sino meramente académico.

Google es proclive a visitar otros centros de datos, pero cuando se trata de dejar ver los suyos es igualmente celoso. «Nadie ha entrado nunca aquí y nadie lo hará», le dijo a Braquenier el jefe de comunicación de su centro en Bélgica. El lugar en cuestión está protegido por una verja, oculto tras una densa vegetación y dunas artificiales.

Así es como lo refleja la fotografía de Braquenier, que, por motivos obvios, no incluyó los coches de seguridad privada que hacían rondas en el perímetro las 24 horas del día.«Supongo que es parte de la cultura americana», explica el fotógrafo, «eso de esconder las cosas y mantenerlas en secreto».

Si en aquella ocasión, Braquenier se sintió un poco como un agente secreto, en su siguiente excursión debió sentirse como un auténtico James Bond, aunque él hace una comparación un tanto menos épica: «estaba como un niño cuando ha comido demasiados caramelos». Pionen Data Center es una cueva que hunde sus raíces hasta 30 metros bajo tierra, en las entrañas de Estocolmo. Se creó en 1943, durante la II Guerra Mundial, para protegerse de los bombardeos. Hace unos años el Partido Pirata le ofreció las instalaciones a Julian Assange para que lo utilizara como servidor de Wikileaks.

Una única puerta, de unos 40 centímetros de grosor, da acceso a un túnel alargado. Paredes de roca vista, suelos inmaculados, invernaderos con plantas que se alimentan gracias a falsa luz solar, acuarios… Pionen Data Center parece la guarida de un villano megalómano, el escenario que uno esperaría encontrar en un cómic, no en el subsuelo de la capital sueca. Parece el lugar más seguro de la tierra. Como dice Braquenier, «la probabilidad de que la policía confisque o destruya físicamente el equipo de la organización es mucho menos probable que un intento legal de obtener acceso directo a los datos de Wikileaks».

Porque muchas veces la vulnerabilidad de los datos acumulados no proviene del exterior. La Biblioteca Girolamini escondía muchos de los tesoros del patrimonio cultural europeo. Fundada a finales del siglo XVI, en sus estanterías reposaban ediciones centenarias de Aristóteles, Descartes, Galileo y Maquiavelo. Incluso custodiaba el original de La Divina Comedia, auténtica piedra angular de la literatura italiana.

Conjugamos todas sus posesiones en pasado porque esos libros se han perdido. Su director, Marino Massimo De Caro, fue el cabecilla de una red mafiosa que perpetró el que se vino a llamar «el robo del siglo», un entramado que extendía sus tentáculos hasta las mejores casas de subastas de Europa. Cinco años después de que se descubriera la trama se desconoce el alcance de la misma y cuántos libros han desaparecido.

Este tipo de historias revolotean alrededor de las fotografías de Braquenier. Historias de una memoria colectiva que acumula polvo en estanterías o languidece en potentes ordenadores. De datos valiosos, de datos secretos, ilícitos, vulnerables. Está el edificio AT&T Long Lines, de Nueva York, desde el que la NSA llevaba a cabo sus labores de espionaje según la información revelada por su ex trabajador Edward Snowden.

Está el Royal Institute of Meteorology de Bélgica, donde se guarda un libro con los primeros registros de temperaturas del 1876. Este registro, que podría parecer trivial en su momento, es hoy una pieza clave para comprender el calentamiento global. Sin salir de los Países Bajos está el Mundaneum, una institución creada en 1910 que pretendía acumular y clasificar todo el conocimiento existente hasta la fecha en un solo lugar. Algo así como una Wikipedia en versión analógica. Y también están, destacando entre tanta foto yerma y falta de vida, los concursantes del concurso mundial de memoria.

A pesar de que tiene una dimensión considerable, el proyecto de Palimpsest todavía no ha acabado. Braquenier continúa viajando por el mundo para retratar los templos olvidados de la memoria. Es consciente de que su proyecto tiene un aura de grandilocuencia. Para demostrar su teoría (compartida por varios expertos en el tema) habla de la fragilidad de nuestra forma de almacenar los datos a nivel usuario.

Piensa en cómo se guardaban las fotos antes. Los viejos álbumes de fotos de tu abuela. Piensa ahora en las fotos de Tuenti, en las que subiste a Myspace. Piensa en las fotos que guardate en CDs que ahora están rayados o extraviados, las que descansan en hard drives hace tiempo obsoletos. Y piensa, ahora sí, en todo eso a una escala global. «La gente se está empezando a dar cuenta de este problema», sentencia Braquenier. La humanidad está perdiendo su memoria.

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