El peligroso engaño de la estabilidad de precios

The Oriental Pearl TV Tower reflected on the facade of another building at Pudong financial district in Shanghai April 2, 2014. China's Vice Premier Zhang Gaoli called for faster construction of certain important projects on Tuesday, in remarks that may feed speculation that China will increase state spending in coming months to bolster its stuttering economy. China's economy has had a surprisingly soft start to the year, rattling investors who had expected a stable performance and who now fear China may drag on global growth. Two surveys on Tuesday showed China's manufacturing sector remained weak in March. REUTERS/Carlos Barria  (CHINA - Tags: BUSINESS CITYSCAPE MEDIA TPX IMAGES OF THE DAY) - GM1EA421F8L01

Image: REUTERS/Carlos Barria

Anders Åslund
Senior Fellow, Atlantic Council, Washington
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La persistente búsqueda de inflación positiva pero baja por parte de los principales bancos centrales se ha convertido en un peligroso engaño. Es peligroso porque las políticas necesarias para alcanzar el objetivo pueden tener efectos secundarios no deseados; y es un engaño, porque en este momento no hay, para empezar, un buen motivo para buscar ese objetivo.

En los setenta, cuando en las economías avanzadas hubo un marcado aumento de la inflación, los bancos centrales hicieron bien en resistirlo, y de esa batalla extrajeron la enseñanza de que una inflación baja es condición necesaria para el crecimiento sostenido. Pero sutil y paulatinamente, esto se convirtió en la creencia de que además de necesaria, es también condición suficiente.

Es posible que la creencia se haya originado en las condiciones económicas favorables del período de desinflación que fue de fines de los ochenta a 2007, comúnmente llamado la “Gran Moderación”. Para los bancos centrales era reconfortante pensar que sus políticas de control de la demanda habían reducido la inflación y generado a la vez muchos beneficios secundarios para la economía. Al fin y al cabo, era la teoría demandista que usaron en un primer momento para justificar la estrechez monetaria.

Pero el mundo cambió. Desde fines de los ochenta, la baja inflación se debió sobre todo a shocks positivos del lado de la oferta (por ejemplo, la expansión de la fuerza laboral impulsada por el ingreso de los baby boomers y la integración de muchos países emergentes al sistema mundial de comercio). Estas fuerzas estimularon el crecimiento y redujeron la inflación. Y la política monetaria en general se concentró, no en restringir la demanda, sino en impedir una inflación demasiado baja.

Como ahora sabemos, eso llevó a un período de flexibilidad monetaria, que sumada a la desregulación financiera y a los avances tecnológicos, sembró las semillas de la crisis financiera de 2007 y la recesión posterior. El error analítico fundamental entonces (como ahora) fue no distinguir entre fuentes alternativas de desinflación.

El fin de la Gran Moderación tendría que haber bastado para que las autoridades salieran del error de creer que una inflación baja es garantía de estabilidad económica futura. Pero consiguió el efecto contrario. Los bancos centrales reafirmaron el compromiso de perseguir metas de inflación y luego, para alcanzarlas, tuvieron que apelar a un conjunto inédito de instrumentos de política no comprobados.

Por ejemplo, muchos bancos centrales ahora recomiendan el uso de instrumentos “macroprudenciales” para la gestión de riesgos sistémicos de la economía, lo que a su vez les permitirá mantener tipos de interés más bajos por más tiempo. El problema con esta estrategia es que prácticamente no hay evidencia empírica de que esas políticas funcionarán como se espera.

A veces, para racionalizar sus políticas actuales, los bancos centrales destacan no tanto los beneficios de la baja inflación cuanto los costos de una deflación, por ligera que sea. Pero si bien el costo comparativo de la alta inflación respecto de la baja está ampliamente comprobado, no hay pruebas similares del costo de una deflación ligera.

En realidad, no hay en esencia respaldo empírico para el difundido supuesto de que en caso de deflación, los consumidores y los inversores corporativos extrapolarán las caídas de precios del pasado y postergarán las compras. La respuesta de los consumidores a casos recientes de caída sectorial de los precios en diversos países (en particular, Japón) sugiere todo lo contrario.

Es verdad que en sentido aritmético, la deflación aumenta el costo real (ajustado por inflación) del pago de deudas. Pero ahora que la flexibilidad monetaria ya llevó a un costoso nivel de endeudamiento no resulta claro que la solución al problema sea más flexibilidad.

La obsesión de los bancos centrales con la búsqueda de una inflación positiva pero baja, en las condiciones económicas imperantes, también es cada vez más peligrosa. Los ratios de deuda globales han aumentado marcadamente desde el inicio de la crisis financiera, y los márgenes de los prestamistas tradicionales se han estrechado, lo que genera dudas sobre su buena situación general. Y la migración creciente del crédito hacia la banca informal afectó seriamente los mecanismos de descubrimiento de precios de los mercados financieros, tanto que muchos activos hoy parecen estar sobrevalorados.

Estos hechos constituyen una amenaza no sólo a la estabilidad financiera, sino al funcionamiento de la economía real. Además, es posible que la flexibilidad monetaria en sí haya sido un factor detrás de las fuerzas desinflacionarias inesperadamente intensas de años recientes. La indulgencia financiera y regulatoria facilitó un aumento de la oferta agregada, a la par de la proliferación de empresas “zombis”. En tanto, el peso del endeudamiento impidió una recuperación de la demanda agregada (otro resultado más de la flexibilidad monetaria).

En vista de estas condiciones, seguir insistiendo en la flexibilidad monetaria no parece muy razonable. Con tantos peligros potenciales en el horizonte, los bancos centrales deberían al menos pensar en replantearse los supuestos fundamentales de sus políticas.

¿Qué deben hacer entonces las autoridades? En lo inmediato, los gobiernos deben dejar de confiar tanto en las políticas de los bancos centrales como instrumento para la recuperación de un crecimiento sostenible. En vez de obsesionarse con las metas de inflación, ya es hora de que las autoridades empiecen a preguntarse qué medidas prácticas pueden tomar para impedir el estallido de otra crisis. Y por si no bastaran, es igualmente importante que hagan todos los preparativos posibles, por si la crisis se produce.

Más a futuro, cuando se haya recuperado alguna semejanza de “normalidad”, los bancos centrales deben concentrarse menos en alcanzar las metas de inflación a corto plazo y más en evitar ciclos de expansión y contracción del crédito. A diferencia de una ligera desviación respecto de las metas de inflación, o incluso una deflación moderada, esos ciclos son realmente costosos.

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