Fourth Industrial Revolution

¿Valen las empresas tecnológicas tanto como dicen?

A UBS employee works in the UBS "fintech lab" at Canary Wharf in London, Britain, October 19, 2016. REUTERS/Hannah McKay - RTX2PJIO

Image: REUTERS/Hannah McKay

Borja Ventura
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Hay muchos modelos de negocio posibles, pero todos ellos se reducen a uno solo: alguien paga por algo. Y esa es la primera barrera de cualquier negocio: si nadie paga por lo que haces, no hay negocio. Hay otra cosa —cooperación, voluntarismo…— pero no negocio.

Esta obviedad podría dejar fuera de un plumazo a un buen número de empresas tecnológicas en las que nadie paga por nada, pero es cierto que algunas de esas se salvarían de la criba. El motivo: se las han ingeniado para sortear esa lógica edificando uno de los axiomas de nuestros tiempos modernos, ese de que si no pagas por el producto es porque el producto eres tú. Pero claro, que tú no pagues no quiere decir que nadie lo haga: si tú eres el producto es que, aunque tú no pagues por usar el servicio, alguien paga por usarte a ti.

El ejemplo paradigmático de ese axioma es Facebook, que está edificando un imperio gracias a ti y a la cesión voluntaria de tus datos. Tú no pagas nada por estar en contacto con todo el mundo y las empresas pagan una millonada por tener acceso a información sobre ti: ellos le dicen a Facebook a quién quieren enseñar sus anuncios y ellos les seleccionan los perfiles. Todos ganan, pero porque al final alguien paga.

El ‘problema’ son esos negocios que no son tales. Esos en los que nadie paga por ellos o no de forma perceptible. O no, al menos, al nivel de lo que vale ese negocio. Porque sí, Facebook vive de los anuncios online, Google también (y de muchas otras cosas) e Instagram, lo mismo. Pero si Snapchat o Twitter apenas sacan dinero de los anuncios, ¿por qué valen tanto? ¿Y WhatsApp? ¿Cuánto vale WhatsApp?

Volvamos dos décadas atrás en el tiempo: la recordada burbuja de las ‘puntocom’ explotó después del descomunal crecimiento del valor en Bolsa de empresas basadas en internet. Debajo de ellas no había un valor real, sino una espiral especulativa. Y la especulación se basa precisamente en disociar el valor ‘tangible’ de algo con el precio que se pone en el mercado.

La crisis de las ‘puntocom’ dejó una alargada recesión en las economías occidentales y un importante impacto en el ámbito bursátil. Lo que no dejó fueron lecciones, porque años después los patrones se reproducen de nuevo: ¿cuánto valen las grandes compañías actuales y —lo que es más importante— por qué lo valen?

El mercado, esa cosa abstracta para muchos, funciona sobre algunas cosas concretas como la diferencia entre precio y valor. En los Países Bajos de hace cuatro siglos se vivió la primera gran crisis especulativa que se recuerda, la de los tulipanes. Las flores se convirtieron en símbolo de riqueza y se pagaban ingentes sumas de dinero por productos que no aportaban valor tangible alguno (más allá del estético y el simbólico) y que además eran de altísima caducidad. Es difícil poner precio a las cosas, pero desde luego no parece cabal que un tulipán mereciera empeñar las fortunas de muchos. Pero en los tulipanes, al menos, había negocio: alguien pagaba —demasiado— por algo.

WhatsApp, sin embargo, no es un tulipán. A la app de mensajería se le supone un valor altísimo, ya que aporta un valor concreto como es el conectar a miles de millones de personas cada segundo, y manejar un ingente (y sensible) montón de datos en tiempo real. Lo mismo podría decirse de Twitter, que se ha convertido en una de las mejores plataformas para seguir en directo el pulso del mundo y medir corrientes de opinión. O de Snapchat, que además de lo primero, da acceso a un importantísimo mercado en lo que se refiere a la creación de tendencias, como es el de los jóvenes.

Pero la cuestión es que cuesta ver el negocio en las tres plataformas. Hace un tiempo, por ejemplo, WhatsApp cobraba (a algunos y a veces) 0,99$ al año por usar su servicio. Poco menos que cuatro SMS de los de antes para usarlo sin límite durante un año. No era mucho dinero, pero —volviendo a la idea inicial— alguien pagaba por algo, y siendo que ese ‘alguien’ es una numerosísima base de usuarios activos, hacía que el ingreso fuera significativo.

¿Valen lo que cuestan?

Ahora bien, ¿justificaba ese ingreso la compra por parte de Facebook por 19.000 millones de dólares? La duda crece cuando tras la compra WhatsApp pasó a ser totalmente gratis para todos. En WhatsApp no hay publicidad, ni suscripciones, ni —se supone— cesión de datos. Es cierto que el objetivo podría ser el conectar la base de datos de Facebook con un descomunal listín telefónico, pero… ¿vale WhatsApp lo que cuesta? Porque sí, alguien —Facebook— ha pagado por algo —la adquisición de una empresa—, pero ¿por qué?

Por contextualizar el montante que se pagó por WhatsApp: es el equivalente a lo que se presupuestó en España para pagar el desempleo durante el pasado año.

Menos descomunal —y mucho más justificada de momento— parece la otra gran compra de Facebook: se hizo con Instagram por 1.000 millones de dólares, y se espera que este año el beneficio de la app supere a su precio de adquisición —y más que crecerá—. Pero aquí sí hay negocio: alguien (las marcas) pagan por algo (ponerte publicidad). Otro debate sería el cuantificar la rentabilidad de la publicidad en determinados entornos, pero ese ya es otro debate.

Y mención aparte merecería Snapchat, que tuvo en 2015 unos ingresos de 59 millones de dólares —y se espera que siga creciendo— y cuyos dueños rechazaron 3.000 millones por su venta. De nuevo, dos preguntas: ¿tiene sentido que lo rechazaran?, ¿tiene sentido una oferta tan grande? Y, en términos generales, ¿tiene sentido que valga más una empresa cuyo ‘negocio’ central es la publicidad que aquellas que se dedican a la venta de bienes concretos y tangibles?

La respuesta a todas esas preguntas se basa en algo que se suele manejar mucho en el mercado publicitario: lo ‘intangible’. Igual que un tulipán confería estatus social, un iPhone dice algo de su dueño muy distinto a lo que dice un móvil de bajo coste. Las prestaciones serán ciertamente diferentes, la cuestión es valorar —y de nuevo es otro debate— si la diferencia instrumental de prestaciones justifica el enorme salto de precio (porque llamar, ambos llaman).

Pero no todas las empresas tecnológicas basadas en internet carecen de negocio. Amazon, Spotify o Netflix son claros ejemplos de negocio en el que alguien paga por algo (otra cosa es que sea suficiente para que las empresas sobrevivan a lo largo del tiempo, que en esos casos parece que sí). La duda, de nuevo, es si el importe es justificado.

Primer ejemplo: Google. En estos momentos tiene un valor de capitalización bursátil (es decir, el valor de venta de las acciones que la compañía tiene ahora mismo en Bolsa) de 560 millones de dólares. Su negocio ‘tangible’ habla por sí solo: en 2015 ingresó 74.540 millones de dólares, lo que equivaldría a ser la 95º economía del mundo. Dicho así no parece mucho, pero traducido quiere decir que ingresa más dinero Google que todo lo que pueden producir en un año países como Bahréin, Uruguay o Luxemburgo.

En el caso de Facebook las cifras son menos apabullantes, pero casi igual de poderosas: su valor de capitalización bursátil actual es de más de 347 millones de dólares, y su ingreso durante 2015 fue de casi 18.000 millones de dólares. Eso, siguiendo el símil hecho con Google, le colocaría como la 149º economía del mundo, por encima de lo que producen en todo un año países como Islandia, Bahamas o Mónaco.

Mucho más humilde es el caso de Twitter, que vale en bolsa ‘sólo’ 12,1 millones de dólares e ingresó en 2015 algo menos de 2.220 millones de dólares, lo que coloca a esta empresa al nivel del penúltimo país más pobre del mundo. Poca cosa, visto el contexto, que hace que a la compañía le ronden los buitres de la desaparición o la compra desde hace tiempo. No como a sus compañeras de mercado, esas gigantes a las que nadie cuestiona… aunque a veces no tengan ‘negocio’ o, si lo tienen, se basa en ese humo que son los tulipanes modernos de los datos y la publicidad.

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