¿Será el futuro de Europa un choque de trenes, o una nueva generación de líderes más jóvenes dará un giro?

A Frankfurt stock exchange building in Frankfurt, Germany February 28, 2017.  REUTERS/Ralph Orlowski - RTS10R9Q

Image: REUTERS/Ralph Orlowski

A. Michael Spence
Philip H Knight Professor Emeritus and Senior Fellow at the Hoover Institution, Stanford Graduate School of Business
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Hace poco, un amigo muy informado me preguntó en Milán: “Si un inversor extranjero, por ejemplo, un estadounidense, quisiera invertir una suma sustancial en la economía italiana, ¿qué le recomendarías?”. Le respondí que aunque hay muchas oportunidades en diversas empresas y sectores, el ambiente general para las inversiones está complicado. De modo que le recomendaría invertir en compañía de un socio local informado, que sepa explorar el sistema y detectar riesgos parcialmente ocultos.

Claro que el mismo consejo se aplica a muchos otros países, como China, la India y Brasil. Pero la eurozona se está convirtiendo cada vez más en un bloque económico de dos velocidades, y las posibles derivaciones políticas de esta tendencia amplifican las inquietudes de los inversores.

En una reunión reciente de asesores de inversión de alto nivel, uno de los organizadores preguntó a los presentes si pensaban que el euro seguiría existiendo cinco años después. Sólo una persona entre 200 dijo que no, lo cual supone una evaluación colectiva de los riesgos bastante sorprendente, dada la actual situación económica de Europa.

Ahora mismo, el PIB real (ajustado por inflación) de Italia está más o menos en el nivel de 2001. A España le va mejor, pero su PIB real todavía es muy similar al de 2008 (justo antes de la crisis financiera). Y los países de Europa meridional, incluida Francia, han experimentado recuperaciones extremadamente débiles y un pertinaz alto desempleo (que excede el 10% y es mucho mayor aún entre los jóvenes de menos de 30 años).

En tanto, los niveles de endeudamiento público son cercanos o superiores al 100% del PIB (el de Italia llega al 135%), mientras la inflación y el crecimiento real (y con este el nominal) siguen en niveles bajos. Esta carga de deuda limita la capacidad de usar medidas fiscales para tratar de recuperar un crecimiento sólido.

La competitividad de los sectores transables de las economías de la eurozona es muy variada, debido a divergencias que aparecieron después de la introducción de la moneda común. El reciente debilitamiento del euro amortiguará el impacto de algunas de esas divergencias, pero no lo eliminará por completo. Alemania seguirá teniendo grandes superávits; y en los países donde la relación entre el costo laboral unitario y la productividad es alta, el crecimiento derivado del comercio internacional seguirá siendo insuficiente.

Después de la crisis financiera de 2008, la idea comúnmente aceptada fue que las economías de la eurozona atravesarían una recuperación prolongada y difícil que en algún momento las llevaría a un crecimiento firme. Pero este discurso está perdiendo credibilidad. En vez de una recuperación lenta, vemos a Europa aparentemente atrapada en un equilibrio de escaso crecimiento semipermanente.

Las políticas sociales de los países de la eurozona amortiguaron el impacto distributivo de la polarización laboral y de ingresos impulsada por la globalización, la automatización y las tecnologías digitales. Pero estos países (y para ser justos, muchos otros) todavía deben encarar tres cambios importantes que afectan a la economía mundial más o menos desde 2000.

El primero (y el que más atañe a Europa) fue la introducción del euro, sin una correspondiente unificación fiscal y regulatoria. El segundo, el ingreso de China a la Organización Mundial del Comercio y la posterior profundización de su integración con los mercados globales. Y el tercero, el creciente impacto de las tecnologías digitales en las estructuras económicas, los empleos y las cadenas de suministro globales, que alteró considerablemente los patrones mundiales de empleo y aceleró el ritmo de pérdida de puestos de trabajo rutinarios.

Poco después, entre 2003 y 2006, Alemania implementó reformas amplias para mejorar la flexibilidad estructural y la competitividad. Y en 2005 caducó el Acuerdo Multifibras (en el que se habían basado desde 1974 las cuotas de exportación de textiles e indumentaria) y eso llevó a que la producción textil mundial se concentrara intensamente en China y (algo inesperado) en Bangladesh. Ese mismo año China duplicó la exportación de textiles e indumentaria a Occidente, lo que afectó particularmente a las regiones más pobres de Europa y a los países en desarrollo menos competitivos de todo el mundo.

Estos cambios desequilibraron los modelos de crecimiento de una amplia variedad de países. Muchos respondieron con medidas para encarar las deficiencias de demanda agregada; la deuda pública aumentó y el endeudamiento impulsó burbujas inmobiliarias. Estas pautas de crecimiento no eran sostenibles, y cuando se interrumpieron, quedaron a la vista las debilidades estructurales subyacentes.

El sistema actual enfrenta cada vez más resistencia. El referendo británico por el Brexit y la elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos son reflejo del malestar público con los aspectos distributivos de los modelos de crecimiento recientes. Y en Europa, el creciente apoyo a partidos populistas, nacionalistas y antieuro puede plantear una amenaza seria, sobre todo en grandes países de la eurozona como Francia e Italia.

Sea que estos partidos triunfen en las urnas en el futuro inmediato o no, su aparición debería precavernos de ser demasiado optimistas respecto de la longevidad del euro. Es evidente que las fuerzas políticas antieuro atraen a cada vez más votantes, y seguirán ganando terreno mientras el crecimiento se mantenga escaso y el desempleo, alto. En tanto, es improbable que en el corto plazo la UE procure introducir reformas sustanciales de sus políticas o esquemas institucionales, por temor a afectar negativamente el resultado de elecciones importantes de este año en los Países Bajos, Francia, Alemania y tal vez Italia.

Por supuesto, hay una visión alternativa que sostiene que el Brexit, la victoria de Trump y el ascenso de partidos populistas y nacionalistas serán un llamado de atención que alentará a Europa a ampliar la integración y aplicar políticas procrecimiento. Para esto las autoridades de la UE deberían abandonar la idea de que cada país debe hacerse cargo de poner en orden sus propios asuntos sin dejar de cumplir los compromisos fiscales, financieros y regulatorios de la UE.

Mantener las reglas de la UE ya no es práctico, porque el sistema actual impone demasiadas restricciones y no contiene suficientes mecanismos de ajuste eficaces. Aunque la necesidad urgente de reformas fiscales, estructurales y políticas es indudable, estas no bastarán para resolver el problema de crecimiento de Europa. La amarga ironía de todo esto es que los países de la eurozona tienen un enorme potencial de crecimiento en una amplia variedad de sectores. No están condenados a depender de ayuda externa, sólo necesitan una relajación de las restricciones del sistema.

¿Será el futuro de Europa un choque de trenes en cámara lenta, o una nueva generación de líderes más jóvenes dará un giro hacia una integración más profunda con crecimiento inclusivo? No es fácil saberlo; por mi parte, yo no descartaría ninguna de las dos posibilidades.

Una cosa parece clara: el statu quo es inestable y no puede sostenerse indefinidamente. Si no hay un cambio claro de las políticas y la trayectoria económica, tarde o temprano los fusibles políticos saltarán como en Estados Unidos y Gran Bretaña.

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