Grandes genios que viajaron a Suiza en busca de la inspiración

A boat sails on Lake Lucerne in Brunnen, Switzerland, March 14, 2017. REUTERS/Denis Balibouse - RTX32DXD

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A hand holding a looking glass by a lake
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Viajar es una de las técnicas más utilizadas para buscar la inspiración. A ella han recurrido innumerables pensadores, científicos, artistas y escritores a lo largo de la historia. Pensaban que en los trayectos, en los lugares desconocidos y en las situaciones nuevas encontrarían esos pensamientos que nunca aparecen cuando uno pasa horas sentado en una silla frente a una mesa.

Desde hace siglos muchos artistas acuden a Suiza para intentar afilar su creatividad junto a los lagos y las montañas. En la región del lago Lemán pasaron algunas temporadas Igor Stravinsky y Freddie Mercury. Al compositor ruso lo llevó hasta allí el propósito de mejorar su salud y, mientras respiraba el aire de aquellos montes, compuso varias piezas. El cantante de Queen descubrió el lugar en 1978. Ese año lo invitaron al prestigioso Montreux Jazz Festival que se celebra cada verano desde 1967 con el propósito de grabar el álbum «Jazz».

El británico, enamorado de la serenidad de ese lugar donde el microclima nunca permite demasiado frío ni demasiado calor, decidió que a partir de entonces pasaría ahí largas temporadas. Compró el estudio de grabación Mountain Studio y en él compuso su último trabajo: «Made in Heaven». Lo muestra la portada del disco: el paisaje idílico donde se haya Queen es Montreux Riviera.

Ernest Hemingway anduvo por los alrededores del lago Lemán décadas antes. En enero de 1922 llegó a la localidad de Chamby y, rodeado por las nieves de ese lugar, escribió algunos capítulos de su novela Adiós a las armas. También Francis Scott Fitzgerald encontró ahí la inspiración para redactar dos capítulos de Suave es la noche y, antes, Hans-Christian Andersen concibió ahí uno de sus cuentos, La isla de los glaciares azules.

Suiza atrajo a algunos de los mejores escritores rusos de todos los tiempos: Tolstoi, Nabokov y Dostoyevski. En Montreux murió Nabokov, el novelista que decía que «la literatura y las mariposas son las dos pasiones más dulces que el hombre pueda conocer», y en una casa de esa localidad escribió Dostoyevski El jugador y El idiota.

En la región del lago Lemán vivió y trabajó Charles Chaplin desde 1953 hasta su muerte, en 1977. Al principio se hospedó con su familia en el Beau Rivage; después se fue a Corsier-sur para acercarse al lago y poder verlo cada día. Y el que fuera entonces su hogar es hoy un museo: el Chaplin’s World.

Jean-Jacques Rousseau fue uno de los primeros en descubrir que en la zona más templada del país, la ribera de Montreux, su escritura fluía con facilidad y allí situó la historia de amor y ética que relata en su novela Julia o la nueva Eloísa (1761).

Rousseau salía a pasear por el monte con el propósito de mover su pensamiento. En estas marchas encontró la inspiración para escribir Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres. En las montañas suizas esbozó su idea del homo viator (hombre que camina), «el que no está desfigurado por la cultura, la educación y las artes; el de antes de los libros y los salones; el de antes de las sociedades y el trabajo». Entre los árboles y por los caminos intentaba imaginar a ese primer hombre anterior a toda civilización, «saturado de cortesía e hipocresía, lleno de maldad y de envidia»; al «buen salvaje».

A las orillas del lago de Ginebra fueron después, en 1816, los románticos Lord Byron, Percy Shelley, Mary Godwin (antes de llamarse Mary Shelley) y el físico John Polidori a pasar sus vacaciones de verano. El mal tiempo, provocado por la explosión de un volcán en Indonesia, hizo que este grupo de amigos dedicaran las noches a conversar en la villa Diodati.

Ahí, a orillas del lago en el que se bañan los ginebrinos, hablaban de las teorías científicas más apasionantes de la época. Algunos médicos e investigadores estaban convencidos de que se podía devolver la vida a los muertos mediante descargas eléctricas y lo argumentaban con los experimentos que hacían de bioelectromagnetismo y con la biología evolucionista. Al calor de la chimenea, aquel extraño verano frío en un lugar de estíos templados, leían también cuentos alemanes de fantasmas.

Ahí, a orillas del lago en el que se bañan los ginebrinos, hablaban de las teorías científicas más apasionantes de la época. Algunos médicos e investigadores estaban convencidos de que se podía devolver la vida a los muertos mediante descargas eléctricas y lo argumentaban con los experimentos que hacían de bioelectromagnetismo y con la biología evolucionista. Al calor de la chimenea, aquel extraño verano frío en un lugar de estíos templados, leían también cuentos alemanes de fantasmas.

De esas conversaciones surgió un reto: escribir una historia de terror. Parecía que no salía nada en claro hasta que una noche, la joven Mary, que entonces tenía 18 años, se metió en la cama y empezó a dar vueltas. No podía dormir y, entre la vigilia y el sueño, entre la oscuridad y la claridad, tuvo una visión: «Mi imaginación, sin ser rogada, me poseyó y me guió (…). Vi al pálido estudiante de artes diabólicas arrodillado al lado de aquella cosa que había conseguido juntar. Vi el horrendo fantasma de un hombre extendido y entonces, bajo el poder de una enorme fuerza, aquello mostró signos de vida, y se agitó con un torpe, casi vital, movimiento», relató en la edición de Frankenstein de 1831.

A la mañana siguiente, cuando se despertó, comenzó a escribir junto al lago de Ginebra el relato que acabaría convirtiéndose en un clásico en la historia de la literatura universal. En sus páginas se dejan entrever muchos paisajes de la naturaleza suiza; y también en las cartas que escribió durante aquellas vacaciones. Del lago, por ejemplo, dijo que era «azul como los cielos que refleja». Al reflejo de ese azul, en el balcón de la villa Diodati, escribió Byron algunos de los versos de Las peregrinaciones de Childe Harold.

Cuando terminaron las lluvias de aquel extraño verano de 1816, Byron y Shelley viajaron en barco por el lago, durante una semana, en una especie de peregrinación literaria. Visitaron la villa de Clarens, donde Rousseau escribió Julia o la nueva Eloísa y después pararon en Lausanne para ver la casa donde Edward Gibbon elaboró su Historia de la decadencia y caída del Imperio romano.

Llegaron después al Castillo de Chillon, una fortaleza sobre una roca, en las orillas del Lago Lemán. Byron quedó impresionado con la construcción y esa noche, en vez de dormir, se quedó escribiendo El prisionero de Chillon. Pierce Shelley tampoco se acostó; estuvo trabajando en su Himno a la belleza intelectual. En su viaje de regreso a Ginebra, pasaron por cataratas que Byron describió en una de sus cartas como «la cola de un caballo blanco chorreando al viento».

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