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El trampantojo de la soberanía europea

A European Union flag is waved over a statue of former Prime Minister Winston Churchill as demonstrators protest during a "March for Europe" against the Brexit vote result earlier in the year, in London, Britain, September 3, 2016.  REUTERS/Luke MacGregor   - RTX2NZT0

Image: REUTERS/Luke MacGregor

Lluís Bassets
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European Union

Solo hay competencia por los bienes escasos, y la soberanía es uno de ellos. Todos la quieren. Quien no la tiene o no tiene suficiente, desea obtener lo imposible, que es tenerla toda entera. Y quien la tiene entera, o cree tenerla, se angustia por su pérdida progresiva e inexorable. La soberanía tiene titulares celosos, los Estados, condenados a cederla e incluso perderla a borbotones en la medida en que no están dispuestos, ni preparados para compartirla.

En el siglo XXI es un trampantojo, un engaño visual que nos hace creer en un poder que se nos escapa y que jamás recuperaremos. Se escapa por todos los lados. Hacia abajo, de los antiguos Estados nacionales hacia las regiones y ciudades. Hacia arriba, a las instituciones y entidades internacionales y supranacionales capaces de gobernar una globalidad que los viejos Estados ya no tienen a su alcance regulatorio. Y por los flancos, los nuevos poderes globales y no estatales, los mercados globalizados, las multinacionales tecnológicas, las mafias y poderes informales, que desbordan los límites estatales y la capacidad incluso de las organizaciones multilaterales.

No hay propiamente soberanía que no sea compartida o no esté disputada y erosionada. Cuando los Estados la comparten, en vez de sumar multiplican; mientras que, cuando la conservan cada uno por separado, la dividen e incluso la destruyen. Si hay una institución de larga trayectoria en el ejercicio de compartir, esta es la Unión Europea, que constituye en sí misma una experiencia única, pero también un experimento a veces inquietante, como ha sucedido con el euro en cuanto ha entrado en crisis.

Se la ha llegado a calificar como una maravilla de construcción jurídica y política. Como experimento, necesariamente sometido al error y a la prueba, merece en cambio un juicio más inmediatista en función de sus resultados

Juzgada como experiencia, a la vista de los 60 años de estabilidad, paz y prosperidad que nos ha proporcionado, merece la mayor consideración del mundo, hasta el punto de que se la ha llegado a calificar como una maravilla de construcción jurídica y política. Como experimento, necesariamente sometido al error y a la prueba, merece en cambio un juicio más inmediatista en función de sus resultados —normalmente escasos o insuficientes—, y por tanto más desigual e incluso reactivo por los temores conservadores que suscita la incertidumbre y lo desconocido.

No es frecuente que coincidan tantas situaciones insólitas en Europa, como es la de un socio que quiere irse, Reino Unido; otro del que quiere desgajarse una parte, como es Cataluña, respecto a España; y un tercero, Alemania, hasta ahora garantía de estabilidad, desde donde se había ejercido el liderazgo de una UE desnortada por la crisis, que se ha visto sometida de pronto a la fragmentación, y a populismos de los que parecía inmunizada.

El Brexit es un ejemplo de reversión en las relaciones entre política exterior e interior, separadas por una línea cada vez más borrosa. Después de dificultades aparentemente insalvables, y ya en el límite de los plazos de negociación, la primera ministra, Theresa May, ha conseguido este pasado viernes cerrar un acuerdo inicial con la Comisión Europea sobre la factura del divorcio, los derechos de los europeos que trabajan en Reino Unido, e incluso la increíble fórmula que permitirá salir de la UE y, a la vez, mantener abierta como hasta ahora la frontera de 500 kilómetros que separa a dos socios, y que en el futuro separaría a la UE de un país tercero. El acuerdo incluye un compromiso llamado de “alineamiento reglamentario” entre el Ulster y la República de Irlanda, que garantiza al conjunto de la isla su integración en el espacio de libre circulación del mercado único europeo, y a la vez al Ulster que seguirá formando parte del Reino Unido a todos los efectos.

May ha tenido que convencer a sus socios unionistas de extrema derecha del Ulster, porque son imprescindibles para su mayoría parlamentaria; y al Gobierno de Dublín porque tiene derecho a veto sobre el acuerdo del Brexit. Más difícil será que convenza a los ciudadanos de los territorios británicos donde el Brexit fue derrotado en el referéndum, y que también quieren permanecer —al igual que el Ulster— en el espacio del mercado único europeo. Este es el caso de la ciudad de Londres, de Gibraltar y, sobre todo, de Gales y Escocia, donde este compromiso puede alentar un nuevo referéndum de independencia.

El embrollo irlandés no ha terminado y hasta que no culmine la negociación su amenaza penderá sobre la primera ministra, sobre el Gobierno de los tories, e incluso sobre el desenlace final del Brexit. De entrada, demuestra que incluso los compromisos para separar soberanías incluyen un sistema para compartirlas. Y, luego, que en la UE son todos y cada uno de los Estados socios, los titulares legales de la soberanía, los que mandan y reciben toda suerte de deferencias por parte de los otros socios.

Para los que quieren unirse y compartir soberanía todo es solidaridad, pero cuando alguien quiere irse y acaparar soberanía para sí mismo se encuentra con una oposición a cara de perro.

El error más serio de los brexiters ha sido creer que Reino Unido podía negociar como si estuviera dentro todavía y fuera uno de los socios, sin darse cuenta de que desde que votó el Brexit ya no es merecedor de las deferencias que corresponden a quienes pertenecen al club. Irónicamente, el socio que merece todas las deferencias, en cambio, es la República de Irlanda, su antiguo territorio colonial que se levantó en armas, y se escindió hace un siglo.

Este es un error similar al que ha cometido el presidente catalán destituido, Carles Puigdemont, que fió sus planes secesionistas a una simpatía europea, ya fuera de la Comisión, ya fuera de los Estados socios, que nunca podía llegarle. Romper con la legalidad de uno de los países socios para escindir una de sus partes incurre en una doble falta europea. Rompe el Estado de derecho en un territorio que se define ante todo por la vigencia del derecho. Y rompe la solidaridad entre socios, que son los Estados y no una parte de ellos. Para los que quieren unirse y compartir soberanía todo es solidaridad, pero cuando alguien quiere irse y acaparar soberanía para sí mismo se encuentra con una oposición a cara de perro de los otros socios.

Europa es el territorio de la interdependencia, no de la independencia, ni la de Reino Unido, ni la de Cataluña. Sucede incluso a la hora de formar Gobierno, como es el caso de Alemania, donde Angela Merkel necesita una coalición capaz de acordar con la Francia de Manuel Macron el camino de la refundación europea, y coronar así la unión de los países del euro mediante la creación de un superministro de Economía y Finanzas, un fondo monetario, y un presupuesto por si ocurre una nueva crisis de la moneda única europea.

Cuando Francia y Alemania suman, el efecto multiplicador es entonces exponencial; pero cuando restan, la parálisis está asegurada. Sin estabilidad en Alemania, no habrá estabilidad europea. Ya no hay política interior de cada uno de los estados socios que no sea a la vez política europea. Titulares cada uno de ellos de la soberanía, pero obligados todos a cuidarla y compartirla.

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